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jueves, 12 de abril de 2012

VIERNES TRECE

Si, ya s éque hoy no es viernes trece, pero mañana estaré de viaje y no podré colgar la historia correspondiente, ese es el motivo, no soy superticioso, pero los que crea que hasta el viernes no es el día de la publicación, pueden cerrar el blog y abrirlo de nuevo mañana, así, como la historia es un poco, solo un poco, macabra, pueden abrirla mañana y les hará más juego con el viernes trece.

La historia, pese a lo macabro de los hechos, la pueden leer los niños acompañados de sus padres, yo la viví teniendo siete años y no me creó ningún trauma (o si).

EL ENTIERRO
(Pedro Fuentes)
CAPITULO I
Hace ya bastantes años, en el pueblo donde vivía, para ir al cementerio, había que pasar por delante de mi casa. Entonces  un entierro era un acontecimiento social. A veces, por los acompañantes, sabías quién se había muerto, otras veías con quién se hablaba o no el muerto, alguna vez vi a la viuda enlutada y llorosa siguiendo al coche fúnebre y al final, medio a escondidas veías a “otra viuda” que confirmaba el “vox pópuli”. Otras te dabas cuenta de que a partir de la tercera o cuarta fila, se contaban chistes, si había sobrinos lejanos, llorando había herencia por medio, en fin, el balcón de mi casa era toda una cátedra de observación y psicología del género humano.
La calle empezaba una pequeña cuesta a partir de mi casa, con lo que teniendo en cuenta que hasta el Camposanto había todavía unos 2.500 metros, era parada obligada para coger aire y poder llegar arriba sin asfixiarse.
En aquellos tiempos, había muy pocos coches, además era costumbre  llevar el féretro en un coche fúnebre más o menos elegante según el poderío económico y aparente de la familia.
Delante iba un sacerdote, todos lo llevaban, hasta los ateos más recalcitrantes, acompañado por un par de monaguillos, a veces más y si era un entierro de postín llevaba tres curas, varios sacristanes y media docena de monaguillos. Inmediatamente detrás iba el coche, a continuación la viuda o el viudo, de estos hay menos normalmente, y luego los familiares, por orden de mayor a menor grado, luego los amigos o amigas y detrás los conocidos, empleados, sirvientes y ya los curiosos y los “amigos de los entierros u otros “familiares no reconocidos”
Yo era entonces un crío, uno de esos críos callados, de mirada lánguida que parecía no fijarse en nada, pero que oía y procesaba todo lo que entraba en su cerebro. Muchas veces, ahora, con mi madre, y mis hermanos mayores, soy yo el que se acuerda de esos pequeños detalle e incluso, a mis años, he reconocido trastadas que quedaron impunes por falta de culpable. Con esto quiero decir lo que ya he dicho, un entierro era un acontecimiento social.
Pero nada tan importante como el entierro que os voy a contar. Yo viví de pequeño la primera parte, la más importante, pero años más tarde, por mi manía de coleccionar historias, para estar más documentado y ceñirme a los hechos, contacté uno de los protagonistas principales y me contó su historia.
Cuando el sacerdote y los dos monaguillos, pararon delante del balcón en el que yo estaba, todo hacía presagiar un entierro normal, el sacerdote, como tenía por costumbre, hacía la paradita para respirar y coger fuerzas para la cuesta, pero aprovechaba el momento para pedirle a los monaguillos el acetre y el hisopo. Con ellos se puso al lado derecho del coche fúnebre, una plataforma con cuatro columnas que sujetaban el techo, que terminaba a cuatro vientos y en el vértice central una especie de jarrón con un penacho negro.
Mojó el hisopo en el acetre del agua bendita y mientras recitaba un responso bendecía el ataúd negro azabache.
Desde la posición que yo estaba pensé que el coche se había calado, porque todo él tembló en el momento que el cura lanzaba agua con el hisopo en todas las direcciones. Para mi gran fantasía, luego, cuando vi el humo en el tubo de escape, pensé: “La caja se ha movido”.
El sacerdote se colocó delante del coche y siguió la marcha, detrás, la viuda, de unos cuarenta y tantos años y de buen ver, acompañada de unas amigas, no tenía más familia, suspiró y sollozó detrás de unas gafas negras y emprendieron la marcha.
Cuando la cuesta empezó a ser más fuerte, lo vi claro, la caja se volvió a mover. Cuando lo dije en voz alta, alguien por detrás me dio un capón de campeonato y me dijo:
 ¡Calla, coño! que no dices sino tonterías.

CAPITULO  II

“Dentro de la caja me desperté, estaba totalmente a oscuras, no recordaba nada, me moví, de pronto oí la voz de alguien que rezaba un responso, guardé silencio para ver si averiguaba algo y comprendí, me había dado un ataque, estaba en la calle, llegando a mi casa, antes de perder el conocimiento vi que varias personas corrían a socorrerme, alguien dijo:
Es Miguel, vive aquí, en el número nueve, avisad a su mujer. Allí perdí el conocimiento.
Ahora me daba cuenta, creen que he muerto y me llevan a enterrar, pero no puede ser, mi mujer y el doctor saben que soy cataléctico, ¡¡Socorro!!! ¡¡¡Socorro!!!, ¡que no estoy muerto! A la vez que gritaba intentaba moverme, saltaba lo que podía, pero el forro y la guata del ataúd amortiguaban los golpes, ¡lloré!, ¡salté!, ¡grité!, ¡empecé a arrancar el forro y la guata!, ¡me rompía las uñas contra la madera!, ¡me faltaba el aire!, ¡me estaba ahogando!, ¡iba a perder el conocimiento y entonces no tendría escapatoria!, ¡intenté con todas mis fuerzas golpear con las rodilla!, noté que aquello se había desplazado, contuve la respiración para coger fuerzas, me concentré y di dos golpes seguidos contra la madera que había a los pies, entonces sí, todo el ataúd se desplazó y fue cogiendo velocidad, noté cómo resbalaba y caía desde una cierta altura golpeando contra el suelo, allí se rompió la caja, lo primero que vi fue la cara de espantado de un niño en el balcón de un primer piso, luego vi gente que corría despavorida, luego me empecé a incorporar y noté que había caído encima de alguien. ¡¡Dios mío!! ¡¡He caído encima de Marisa, mi mujer!!”
Hasta aquí el relato de Miguel.
En el balcón de casa yo increpé al del capón ¡Lo ves! Yo tenía razón.
Mi madre intentaba llevarme para dentro para que no tuviese pesadillas. Yo seguía agarrado a la barandilla del balcón, pese a lo aterrado que estaba no quería perderme detalle, en aquel momento supe que aquella sería una de las historias de mi vida.
Cuando Miguel se levantó intentó ayudar a su mujer, llamó al médico que iba en la comitiva y éste tomándole el pulso a Marisa dijo: Está muy mal, hay que llevarla a la casa de socorro.
Llamaron un coche y y en él subieron  Miguel, ya restablecido. Evaristo, el doctor y en medio colocaron a Marisa.
Ya en la camilla del hospital, Miguel, que no había soltado la mano de su esposa le dijo: Marisa, ¿Por qué no esperaste para enterrarme sabiendo que soy cataléptico?
En un susurro dijo:
Evaristo firmó el acta de defunción porque te hizo pruebas.
En ese momento llegó el cura y le dijo a la moribunda:
Marisa, hija, ¿quieres confesarte?
Si. Padre, pero no quiero que se vaya Miguel, sé que voy a morir y quiero que sepa la verdad. Cuando vimos que Miguel tenía el ataque, Evaristo y yo decidimos deshacernos de él, porque llevamos tres años de amantes y queríamos casarnos.
El sacerdote, haciendo la señal de la cruz dijo: Ego te absorbo in nómine………
Marisa espiró en ese momento.
Después de la confesión de ella Evaristo confesó ante la policía y fue condenado.
Miguel marchó del pueblo y vive feliz y contento, no ha vuelto a tener ataques de catalepsia.
FIN

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