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jueves, 26 de mayo de 2022

EL APRENDIZ DE TORERO

 

 

 

APRENDIZ DE TORERO



      Pedro  Fuentes





Hace ya muchos años, pero muchos años, tantos como sesenta y cuatro o sesenta y cinco, vivía, siendo crío en “Las Nieves”, una finca situada al lado del Real Santuario de Nuestra Señora de las Nieves, Patrona de la isla de La Palma, en las Islas Canarias.


Yo tenía entonces unos siete u ocho años y era un crío “asilvestrado” me gustaba más que nada en el mundo el campo y la naturaleza, me dedicaba a subir a los árboles y comer la mejor fruta; dos eran mis preferidos, un mango y un nisperero, ambos de bastante follaje que me ocultaba de las miradas vigilantes de mi madre y mis hermanos mayores.


Por aquel tiempo llegó un día a la finca un amigo de la infancia de mi padre; traía un carnero con una cornamenta respetable y cubierto de un espeso abrigo de lana. La idea era que engordase un poco y luego organizar una comilona con él.


Detrás de la casa, al lado de una puerta por la que se podía entrar en una estancia que se usaba de comedor de diario y comunicada con la cocina, había unos recintos, el primero con conejos, de unos cuatro por cuatro metros. La pared de la izquierda era la de la casa y la del fondo era de cemento y allí estaban los comederos, las dos paredes restantes, eran de cemento de unos ochenta centímetros de alto y encima, barrotes separados entre si unos diez centímetro. Al lado de la derecha había otro recinto bordeado por tres lados por el pequeño muro, el de la izquierda, lo separaba de los conejos, el recinto central era más ancho, unos seis metro. El muro de la derecha lo separaba de un gallinero, éste era mucho más ancho, unos doce metros. En el recinto de en medio fue ubicado el carnero al que no bautizamos porque a un animal con nombre no se le podría sacrificar para comer. Regla no escrita pero aceptada por todos. Por el frontal de los tres recintos se entraba por una puerta también de barrotes.


“El bicho” tenía muy mal genio y muy mala uva no había sino meter una mano por entre los barrotes para que envistiese sin pensar si el cemento era duro o blando, vamos, tenía un carácter de mil demonios.


Mi hermano mayor, siete años más que que yo, en aquel tiempo decía que quería ser torero y decidió que el pobre carnero iba a servir para empezar su aprendizaje. Como un torero sin un mozo a falta de cuadrilla, no era nada, me nombró su mozo de espadas, picador y todo lo que se terciara.


Yo, sabedor de mis cometidos de preparar al morlaco para la lidia, quizás más que el “maestro” era el encargado de todas las faenas.


Con el estilo propio del subalterno, me preparaba una cuerda con un lazo, me ponía junto a la puerta de cuadrillas y por entre los barrotes citaba al animal, éste con la fortaleza que le caracterizaba se lanzaba hacia el engaño con todas su fuerzas, la embestida era brutal y como buen auxiliar, cuando el pobre animal había perdido algo de fuerza, le ponía el lazo por entre la cornamenta, luego , antes de que se recuperase del todo, iba pasando la cuerda de barrote en barrote hasta que llegaba al lado opuesto, por la pared del gallinero. Bien sujeto el animal en el sitio señalada por el maestro, “El niño de La Palma”, entraba en el corral armado con un trapo a modo de capote y una silla por si acaso.


Una vez situado el maestro en su lugar, me decía: “Suerta er bixo”.


Si, maestro. Y soltaba al animal que ya se había recuperado.


Tardo demasiado en contarlo, el animal miró al torero, bajó la testuz, salió embalado hacia el

matador y envió la silla al cerrado de las gallinas por encima de los barrotes, el trapo al de los conejos y mi hermano, desamparado se subió al enrejado y de allí no bajó hasta que yo, con un poco de hierba, entretenía al animal.


La prometedora carrera del torero frustrado acabó antes que la vida del animal, “El Niño de La Palma” renunció a su prometedora carrera de maestro torero y después de meditarlo durante un minuto, dijo sentencioso:


Los toros se ven mejor desde la barrera.




                                                                             FIN


 

 

 

 

 

 


jueves, 19 de mayo de 2022

BETTY LA RUBIA

 

 

BETTY LA RUBIA

Pedro Fuentes



Cuando entré en aquel tugurio no sabía ni por qué lo hacía ni siquiera si tenía ganas de beber, llegué hasta allí simplemente porque había llovido todo el día y había estado sentado en casa frente a mí vieja máquina de escribir, una Remington Standard negra con las letras de la marca doradas.

En el suelo, alrededor estaba lleno de cuartillas arrugadas, el cenicero repleto de colillas y un vaso y una botella vacios ambos, señal inequívoca de que no lograba hilvanar ninguna historia para enviarle a mi editor, mal vivía de escribir novelas de policías y ladrones, bastante malas, pero me pagaban algunos dólares, mientras tanto, cuando cobraba y podía comer en condiciones, escribía mi gran novela, pero esa no interesaba a nadie por ahora, quizás porque era un poco biográfica como todas las primeras obras y la verdad es que mi vida no le interesaba a nadie, mi mujer, se cansó de trabajar de camarera para que yo escribiese y un mal día se largó con un hombre del otro lado de la barra y al otro lado del país.

Mi gato, salió una noche de luna y desapareció, a los pocos días lo vi asomado a un balcón. El también me vio, entró como alma que lleva el diablo a la casa y ya no lo vi más.

Así que cuando dejó de llover, ya anochecido me enfundé una gabardina, mi sombrero y salí a la calle, la noche era húmeda, mucho más húmeda que lo normal en New Orleans, así que me subí el cuello de la gabardina, bajé un poco el ala de mis sombrero, metí las manos en los bolsillos y encorvé el cuerpo como para que no se escapase el calor interior.

La calle estaba solitaria, nadie más que yo había tenido la idea de pasear.

A lo lejos se oía el quejido de una trompeta con sordina, me dirigí hacia la lejana melodía.

A medida que me acercaba parecía más fuerte y melancólico el gemir de la trompeta tocando “Stormy weather”, una de mis piezas preferidas.

Llegué a una puerta entre abierta, arriba un rótulo que hacía más ruido que color al cambiar del azul al amarillo St. Louis Blue rezaba, entré, no se por qué ni para qué.

Tardé unos segundos hasta que pude ver la tenue luz que había encima de la barra, luego pude adivinar unas mesas rodeadas de sillas vacías.

En dos rincones estaban sendas parejas haciéndose arrumacos.

Una pareja más estaba en la pista de baile, llevaban unos pasos tan lentos que parecían parados.

Todas las paredes decoradas en terciopelo rojo tenían unos apliques de los que tres cuartas partes estaban apagados.

Al final de la barra, a la derecha de ésta, en una pequeña tarima había un trompetista, otro músico que acariciaba un contrabajo con lascivia, sentado en la batería estaba un calvo que movía las escobillas como si estuviese preparándose unos huevos revueltos, un pianista hablaba con un saxo bajo que estaba a su lado mientras tocaba unos compases.

Todos ellos eran negros menos el batería que era blanco y destacaba por su cabeza rapada y brillante.

Detrás de la barra un camarero, con camisa blanca y pajarita negra dormitaba apoyando los codos en la barra y la cabeza entre las palmas de las manos.

A mitad de la barra una rubia platino sujetaba un vaso y bebía, con la otra hacía palanca en la barra para mantenerse erguida.

Me acerqué, el camarero, ya más despierto vino hacia mí, hizo un ligero movimiento con la barbilla a modo de interrogante, yo le pedí un whisky doble sin hielo. Me lo trajo y un plato con unos manises.

La rubia platino a duras penas se bajó del taburete, se puso un cigarrillo en la boca y me dijo:

¿Me das fuego, cariño?

Sin ni siquiera decir nada, saqué del bolsillo un paquete de tabaco, me puse en la boca un cigarrillo y con la otra mano recogí unas cerillas que el camarero me había lanzado por la barra, le di fuego y encendí también mi cigarrillo.

La rubia platino me dijo:

¿Puedo traer mi copa para aquí? No me gusta beber sola.

Me encogí de hombros por respuesta, ella le hizo una seña al camarero y éste le envió el vaso patinando por la barra.

Gracias Jimmy, le dijo.

¿Cómo te llamas, cariño? A mi me llaman Betty “la rubia”, dijo sin esperar contestación, con la voz adormecida por el whisky.

Si me invitas a una copa te cuento mi historia, pero no aquí, sentados en una mesa, porque es muy larga.

Me llamo Ricky y si la historia es buena te invito a todas las copas que quieras, le dije sin saber por qué, quizás porque me dio pena, tal vez porque llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, a lo mejor porque los músicos estaban tocando de nuevo “Stormy weather”, uno de mis temas favoritos o porque por una vez quería que alguien me contara su historia en lugar de contarlas yo.

Jimmy, nos vamos a aquella mesa, pon dos vasos y una botella de whisky.

La verdad es que me quedé sorprendido cuando empezó la historia, su voz ya no parecía de trapo, se convirtió en una voz fina y elegante, se transformó totalmente, parecía de la alta sociedad de Luisiana, culta y elegante.

Al ver el cariz que tomaba, saqué un bloc y un lápiz que siempre llevaba conmigo y me puse a tomar notas.

No sé cuanto tiempo había pasado, Betty al final se había quedado dormida con la cabeza apoyada en la mesa, a mí los vapores del whisky me dejaron ligeramente mareado, encendí el último cigarrillo que me quedaba y me dirigí a la barra para pagar, Jimmy me dijo:

Está invitado por hacer feliz a Betty.

Me puse el sombrero y la gabardina y salí fuera mientras los músicos seguían tocando el mismo tema de “Stormy weather” por enésima vez.

La pareja de la pista bailaba.

En las mesas dos parejas se hacían arrumacos.

El sol empezaba a salir y la neblina húmeda de New Orleans me refrescó la cara.

Los lamentos de la trompeta se apagaron al alejarme.

Llegué a mi buhardilla, me duché con agua fría y mientras tomaba un café bien cargado me puse a leer las notas, luego fui a la mesita de la máquina de escribir y empecé una novela “Betty la rubia” no paré sino para hacer café y encender algún cigarrillo.

No sé cuanto tiempo estuve para escribir doscientos y pico folios. Cuando puse el “fin” me levanté, me tumbé en la cama y dormí durante veinticuatro horas. Me desperté, me duché, me arreglé, cogí el manuscrito y sin ni siquiera leerlo me fui al editor.

Entré en su despacho y le dije:

Robert, te traigo algo nuevo, está recién escrito, no lo he releído, pide café y whisky porque lo vamos a leer entero, creo que será un bombazo.

La novela nos gustó a los dos, era una historia de amor, llena de pasiones, corazones rotos y ataques de celos que terminaban en un tremendo drama de asesinato y suicidio.

Robert, después de la lectura me dijo:

Esto no es para mí, es más importante, ahora mismo llamo a un amigo mío, también editor en New York que te va a recibir, mi secretaria hará unas copias y te vas a llevarlas. Te adelantaré algo de dinero, mi amigo Frank te dará otro adelanto, tenías razón, creo que será el libro del año.

Pasé tres meses en New York, se hizo el lanzamiento del libro, se vendió para el cine, fue un éxito.

Después de todo eso, volví a New Orleans. Empezaba a atardecer cuando me dirigí al “lakeside” a la Dauphine street.

Cuando llegué al St. Louis Blue, no encontré sino una puerta metálica cerrada y pintada de grafitis, del cartel luminoso no había sino una mancha negra señalando las letras del nombre.

En la acera de enfrente, sentado en una silla había un viejo negro tocando en un banjo la melodía “Blue moon”. Me acerqué a él y le dije:

Por favor, ¿Este no es el St. Louis Blue?

No señor, lo fue pero hace mucho tiempo.

Bueno, unos cuatro meses, hace ese tiempo estuve yo. Le dije

No Sr me contestó, hace más de cincuenta años, yo he vivido aquí toda mi vida y le puedo decir que hace más de cincuenta años.

Yo estuve. Tocaba el contrabajo allí.

Aquella noche estaba medio lleno, era sábado, aquí se reunía la alta sociedad a oír jazz.

Una señorita muy elegante, clienta asidua y a la que todo el mundo llamaba Betty “la rubia”, estaba con un amigo de su marido, a éste le habían dicho que ella le engañaba.

El tonteaba con la mafia y aquella noche, junto con dos matones entraron en el local, estábamos tocando “Stormy weather” cuando dispararon sobre la pobre Betty, luego a su acompañante y todo bicho viviente.

Murió mucha gente, lo puede leer en los periódicos de la época.

De los músicos no sobrevivió ninguno, solamente yo porque el contrabajo paró mi bala, quedó incrustada en la tastiera justo a la altura de mi corazón.

Un camarero se salvó porque se tiró detrás de la barra y también se salvo una pareja que bailaba detrás de una columna.

La policía cerró el St. Louis Blue.

Dicen que las noches tormentosas se escucha la orquesta tocando “Stormy weather”.



FIN





 

jueves, 12 de mayo de 2022

PLAN 2 (Capítulo III)

 

 

 

PLAN   2

 

Pedro  Fuentes

 

 Capítulo  III

 

La cena, después del vino de honor, llegó como estaba prevista, en Altozano del Monte hay muy buena carne, tanto de cordero como de ternera, así que después de una opípara cena regada con buenos caldos, empezó el baile.

D. Cesar, que se las sabía todas, contrató a un presentador de renombre al que también representaba, como animador de la fiesta, éste, con una habilidad pasmosa hizo que todo el mundo participara, en concursos de belleza, bailes de la escoba, de farolillos, presentó a los mozos uno por uno y les fue buscando pareja, a los más votados en “míster” les asignó varias parejas e hizo que la noche se alargara y a nadie se le hiciese pesada, todo el mundo se divirtió y muchísimas personas entablaron una amistad de toda la vida.

Las cámaras desplazadas para el evento, filmaron todo lo que quisieron, se supone que luego lo darían en pequeños resúmenes.

Ya de madrugada las gentes se fueron a dormir y así estuvieron hasta casi las doce del día siguiente.

A la una tenían que reunirse en la plaza.

El cura, D. Jonás dijo la misa a las doce, como siempre, pero la concurrencia fue la habitual solamente.

Después de comer, las muchachas fueron a sus habitaciones y prepararon las maletas para a continuación partir, mientras la media banda tocaba “Y viva España”.



EPILOGO



Cuando los autobuses salieron, el Tío Paco llamó a su hija y a Pepita para empezar a recoger, no aparecieron.

Algunos mozos aprovecharon para poner alguna teja en la casa que empezaron por el tejado.

Otros mozos se hartaron de carne de cordero y vacuno pero nada más.

Genaro conoció no sabe si bíblicamente o no porque no ha contado nada, a una caribeña de ochenta y cinco quilos de redondeces.

Desde entonces a la salida de la misa de doce pide una limosna para irse a Cuba y con el cachondeo lo conseguirá pronto.

Muchas de las mozas volvieron al pueblo y se casaron, con los hijos que venían con ellas y los que nacerán para la próxima primavera se podrá abrir de nuevo la escuela que será multirrracista.

Carmela y Pepita se metieron de polizón en el autobús de Madrid. Se casaron con Jorge y Alejandro, los conductores y viven en Madrid muy felices. Vuelven al pueblo en vacaciones.



FIN



jueves, 5 de mayo de 2022

PLAN 2 (Capítulo II)

 

 

PLAN 2 

 

Pedro  Fuentes

 

 CAPITULO  II

 


 

Por fin llegó la semana de la caravana, era el final del invierno, unas tres semanas antes de subir al ganado a los pastos para pasar la primavera y el verano.

 Todo hervía de emoción, habían salido en programas de cotilleo de las televisiones, varias veces se entrevistó al alcalde y a los mozos, tanto en el pueblo como en los platós, D. Cesar sabía lo que hacía, no perdía detalle de nada, todo lo llevaba él, todo pasaba por sus manos.

 Lo único que no consiguió fue vestir con el traje regional de fiesta a Carmela y a Pepita, éstas se negaron en redondo diciéndole que si los mozos no se habían fijado nunca en ellas, no iban a colaborar ahora en “su fiesta”. 

 Yo, trabajaba en colaboración directa con D. Cesar, era un hombre que no paraba para nada, me preguntaba cómo podía estar gordo, pesaba unos cien kilos y no era excesivamente alto, comía como un pajarito y mientras iba de un lado para otro. 

Se le había habilitado un despacho en el ayuntamiento, al lado del mío. 

Las tres administrativas, el alguacil y yo mismo, no parábamos. 

Ya se empezaban a recibir cartas y telegramas pidiendo plaza en los autobuses que saldrían de Madrid y Barcelona desde donde saldrían las candidatas, luego había otro grupo de las que irían en transporte propio, se calculaba que llegarían unas doscientas mujeres de todas las edades, aquello se podría desbordar si no hubiese sido por el buen hacer de D. Cesar y la colaboración de todos los vecinos del pueblo. 

Y amaneció el día señalado, era un día caluroso para las fechas en que se estaba, y las predicciones eran muy buenas, sería así durante todo el fin de semana. 

Por la noche refrescaría pero con la carpa instalada en la plaza mayor, no habría problemas.

 Los primeros en llegar fueron los instaladores del sonido y luces de los conjuntos, dos grupos de mediana calidad pero que sonaban durante el verano, tocaban música de todo tipo y llevaban entre los dos cuatro señoritas que además de cantar lucían su palmito bailando en el escenario.

 La banda de música del ayuntamiento tocaría algunos pasacalles de bienvenida y de despedida, pero estaban algo diezmados porque unos cuantos músicos estaban en el grupo de los solteros y no querían vestir el uniforme porque decían que eso le daría ventaja a los que vestían de fiesta. 

El director de la banda, sesentón y casado les quiso convencer de lo que le gustaban a las mujeres los hombres con uniforme, pero no convenció a nadie salvo a Genaro, que aunque no toca en la banda ni viste uniforme, siempre ha sido el mayor fan de la banda y la acompaña a todos lados.

 Los solteros paseaban por la plaza hablando unos con otros, era por la mañana y todavía andaban vestidos de trabajo, entraron en el bar, volvían a salir, el Tío Paco les preguntaba qué querían tomar pero decían que nada, si acaso algún cortado y otros, los más pacíficos una tila, hasta que algún entendido les comentaban que la tila les apaciguaría demasiado y a la noche no tendría fuerza para nada. 

 A la hora del vermut nadie tomó nada, solamente los casados siguieron los rituales habituales, los solteros querían sentirse serenos, que la noche sería muy larga. 

A las cinco de la tarde ya habían llegado los músicos y estaban haciendo pruebas de sonido en la carpa, todo estaba a punto, lo que quedaba de la banda ya estaba preparada a rendir honores a las quizás dispuestas sabinas, los mozos, vestidos con sus mejores galas llegaban a la plaza, parecían niños de primera comunión pero con perversas intenciones. 

El alcalde ya se estaba poniendo la banda del ayuntamiento y el bastón de mando lo tenía preparado en la mesita del recibidor de su casa, su esposa se repintaba dispuesta a superar la posible competencia venida de allende la montaña. 

No había en el pueblo ninguna mujer dispuesta a quedar por debajo de las advenedizas. 

Bueno, si, había dos que decidieron que no se rebajarían a competir con extrañas venidas de no se sabe dónde. Eran Carmela y Pepita. 

Ya empezaba a llegar algún coche, las cámaras de televisión, porque al final fueron varias cadenas a las que dirigía D. Cesar como si fuese el Alfred Hitchock.

 Iban de un lado para otro filmando, entrevistando. 

Varios taxi del pueblo de al lado, 23 Km. Traían a mozas que llegaron en tren. 

A las seis y cuarto llegó el autobús de Barcelona, habían quedado que llegarían al pueblo anterior y se esperarían para llegar juntos. 

Llegó primero el de Barcelona y las chicas de éste convencieron al conducto para llegar antes a Altozano del Monte. 

Cuando llegó el de Madrid habían pasado diez minutos, la banda emprendió el segundo pasodoble y bajaron las mozas. 

 Total de mozas 235, rubias, morenas castañas, de piel caribeña, blancas de piel transparente de los países del este, aquello parecía la O.N.U. pero con mejores intenciones. Todo fue como la seda, D. Cesar lo había previsto todo, el recibimiento del alcalde desde el balcón municipal, después el discurso breve pero intenso de D. Jonás, el cura, en el que después de saludar a las llegadas les habló de un sacramento de entrega y sacrificios pero desbordante de alegría por el fruto de los hijos. .

Luego, D. Cesar se erigió en maestro de ceremonias y dio por comenzado el vino de honor, previamente le habían entregado al alcalde y compañeros en el balcón unas copas de vino y brindaron por el éxito de la fiesta. 

A todo esto, mientras tanto, los tres conductores, uno del autobús de Barcelona y dos del de Madrid entraron al bar del Tío Paco en el que no había nadie, solamente Carmela, Pepita y yo. 

A los conductores los tuve que atender yo, porque la comisión de la caravana había decidido que no querían más hombres que los del pueblo, así que invité a los conductores a cerveza y unas tapas, mientras llegaba la hora de cenar. 

 Carmela les llevó a la mesa los vasos y las cervezas y Pepita les traía las tapas. 

Jorge, uno de los conductores de Madrid les dijo: 

¿Y vosotras qué? ¿Sois casadas? ¿No sois del pueblo? 

 Solteritas y sin compromiso, dijo Carmela. 

¿Los hombres de este pueblo son tontos?