EL NAUFRAGO DE SAN BORONDON
Pedro Fuentes
Capítulo III
Durante el camino por la carretera serpenteante pero bien arreglada, gracias a los buenos años de la exportación de plátanos y tomates, que une a Tazacorte con Los Llanos, el anciano, no dejaba de balbucear palabras de las que solamente se entendía Borondón y Cruz del Sur.
Pronto llegaron al pequeño hospital que estaba atendido por monjas y recién terminado de construir.
Bajaron al náufrago y lo alojaron en una habitación pequeña e individual, ya que el doctor quería que no se le molestase para nada hasta que recobrase perfectamente la conciencia.
Pidió que lo lavaran y limpiasen las llagas de las quemaduras del sol. Después le dieron una cena suave y lo dejaron dormir hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente, cuando despertó, ya entrada la mañana le avisaron que el hombre había despertado.
El doctor llegó a la habitación y acercó una silla a la cama, el anciano quería levantarse, pero el médico le tranquilizó y le explicó que tendría que ser poco a poco para no marearse y le pidió que le respondiese a algunas preguntas, si las sabía.
¿Sabes como te llamas? Le preguntó.
Todos en los barcos me llaman “Chino cocinero”
¿De dónde eres?
No lo sé, vivía en una isla, creo que se llamaba Terfe o algo así.
¿Tenerife?
Si, creo que sí, era cocinero, un día huí de mi casa ya que allí no recibía sino golpes y patadas.
Me enrolé en un barco de grumete.
En uno de los barcos que estuve, un marinero se quiso aprovechar de mí, lo empujé cuando íbamos de Cádiz a Tenerife y cayó al mar, desapareció.
El capitán me iba a entregar a las autoridades.
Antes de entrar en el puerto me tiré por la borda y llegué nadando.
Me escondí unos días y cuando vi el Cruz del Sur pedí enrolarme.
Al saber que era cocinero, el capitán, el señor Mendes, un portugués amable me dijo que sí.
No sabía hacia donde zarpábamos, luego supe que el barco lo había fletado un inglés que quería
estudiar las plantas, el primer destino era La Palma para coger provisiones y agua. Después salimos rumbo a lo desconocido, cuando supe que íbamos a buscar una isla que nadie había visto y que los marineros creían que era maldita, me arrepentí, hubiese sido mejor la cárcel, pero ya no había remedio.
¿Estas cansado? ¿Quieres que descansemos?
No, ahora parece que me acuerdo de cosas.
Nos sorprendió una gran tormenta, pensamos que moriríamos todos, pero cuando peor estaba la cosa alguien frito: ¡¡¡Tierra a babor!!! El capitán mandó virar y nos dirigimos a una bahía donde quedamos protegidos.
El barco tenía grandes desperfectos y aquel lugar desconocido nos venía bien.
Pasamos la noche allí, llovía torrencialmente, la mar había bajado, además, en aquella rada quedamos protegidos del mar y del viento que nos azotaba por estribor. Las cámaras, sobre todo la del científico y la del capitán estaban medio inundadas.
A la mañana siguiente el temporal había amainado pero seguía lloviendo, eran unas gotas finas pero persistentes.
Mr. Harvey pidió permiso al capitán para bajar a tierra, preparamos un chinchorro y bajamos cuatro hombres, un marinero de La Palma, el Sr. Inglés, Simón, su ayudante y traductor y yo, recibimos del capitán la orden de no alejarnos de la costa y estar siempre a vista de los que quedaban en el barco, el capitán y dos marineros más que estaban evaluando los daños del barco.
Nosotros íbamos armados con un fusil y dos pistolas, yo no llevaba armas.
Mr. Harvey tomaba notas de todo lo que veía, a mí, en mi ignorancia, la vegetación me recordaba a la de Cabo Verde y Canarias, dos sitios que conocía, los helechos eran mucho más grandes y los árboles más gruesos y altos, pero eran diferentes a los que yo conocía.
La tierra era como la de Canarias, negra y las rocas eran de volcán.
Vimos cuevas y algunos animales raros y unas cabras, pero no tenían cuernos, nos extrañó que no asustarse de nosotros, por lo que D. Simón, que hablaba español nos dijo que el científico afirmaba que era porque no conocían humanos, por lo que nos quedamos tranquilos de que no hubiese salvajes.
Yo me dediqué a recolectar unos frutos que no conocía pero que vi que las cabras los comían, eran dulces si estaban maduros y muy amargos verdes, parecía guayabas, también encontré un fruto verde, como si fuese una mano medio cerrada y con unos pinchos blandos, crecía en una especie de nredadera, corté uno por la mitad y parecía como patatas o boniatos pero más blandos, a una de las cabras, que parecía más amigable y que me seguía le di a comer y lo hizo, con lo cual cogí como unas veinte.
Cuando llegamos al barco el inglés estaba alteradísimo, le preguntó al capitán si sabía dónde estábamos, le contestó que no, que con la tormenta había perdido en control del rumbo y las marcaciones, por lo que habría que esperar a que aclarase y a la vuelta para saberlo.
Mientras arreglábamos el barco, del que se había roto el mástil entre otras cosas, montamos en tierra unas tiendas de campaña y allí se quedaron los ingleses y dos de nosotros que nos turnábamos con el arreglo del barco y acompañar las incursiones que hacían el científico y D. Simón. Yo aprovechaba el tiempo libre para recolectar frutos y “patatas de aire” que resultaron muy apetitosas para acompañar las comidas y hacer puré, además logré ordeñar algunas cabras que cada vez eran más confiadas y también pescar. Un día matamos una especie de lagartos pero bastante grandes y la carne resultó apetitosa.
Un día que estaba solo me fui a buscar alimentos un poco más lejos de lo habitual, por unos acantilados, resbalé y caí, tuve la gran suerte de ir a parar encima de unos matorrales, pero perdí el conocimiento.
Cuando desperté no se cuanto tiempo había pasado, le levanté, no parecía tener nada roto salvo un chichón en la frente.
Fui hacia la rada, el barco no estaba, me pareció verlo desaparecer por el horizonte a contraluz del sol que aparecía, por lo que deduje que debí pasar allí por lo menos un día y una noche.
¿Sabes dónde estabas? Preguntó el doctor.
No, ellos nombraban a San Borondón, pero no lo sabían de cierto, lo que sí sé es que por allí no pasaban barcos, en todo el tiempo que allí estuve, nunca vi ninguno.
¿Qué hiciste?
Pasé varios días llorando y aterrorizado, luego pensé que peor era si me hubiese matado, así que me puse a arreglarme la vida, comida no me faltaba, dónde guarecerme del mal tiempo tampoco, no parecía hacer frío allí, sabía que era una isla porque la bordeamos toda, había mucha agua dulce. En un gran árbol al lado de donde elegí para hacerme una choza, pelé una gran superficie de corteza y empecé a marcar una raya por cada día que llevaba allí.
¿Te apetece que paseemos un rato? Dijo el doctor.
Salieron al jardín y pasearon un rato, hasta que los avisaron para comer.
El hombre parecía recuperarse por momentos, mientras comían miraba al doctor y le contaba cosas de las que le ocurrieron en la isla, no se acordaba bien de donde era.
Recordaba que sus primeros años de vida los había vivido en La Palma, allí pasó su infancia, una infancia humilde, con mucha hambre y sin cariño, recordaba que su padre le pegaba, así que un día se había metido en un barco, se escondió y cuando zarpó y ya no se veía la isla se presentó delante del primer marinero que vio y le dijo que le llevara al capitán que quería trabajar de grumete, tenía entonces nos catorce años, el capitán aceptó y nombró al cocinero, que era chino mi protector y maestro, de ahí me vino el nombre de Chino Cocinero, ya sabe, en los barcos el cocinero, que suele ser chino además tiene que hacer cualquier tipo de faena.
Aprendí a cocinar y ya, al siguiente barco que me enrolé, fui de cocinero, fui a Cuba varias veces y cuando tuve el problema con el marinero al que tiré al agua, me enrolé en el Cruz del Sur con el señor Edward Harvey.
Yo no quise hacerle mal a aquel hombre, me quiso atacar, me aparté y lo empujé, tropezó con unos cabos y salió por la borda, no sabía nadar y se ahogó, como nadie lo vio me quisieron culpar, por eso huí del barco.