La primera fase se va a llamar "RELATOS PALMEROS" todos ellos ambientados en la bonita isla de La Palma, patria chica del autor, espero que os agraden.
EL NAUFRAGO DE SAN BORONDON
Pedro Fuentes
Capítulo I
1.915 fue un año de mucho hambre en Canarias, sobre todo en las islas periféricas.
Nuestra historia se desarrolla en La Palma y comienza en Tazacorte.
Tazacorte dos años antes, era una zona estratégica para la producción de plátanos y tomates, la Fyffes Límited de Irlanda había adquirido terrenos y había llegado al acuerdo con una distribuidora, Hudson que tenía conexiones en Canarias y transportaban los productos de Tazacorte, pero la primera guerra mundial abrió un paréntesis de grandes proporciones en Canarias, produciendo en Tazacorte un lamentable estado de hambre y miseria.
En estas circunstancias se desarrolla nuestra historia.
Norberto, un pescador de Tazacorte, que cada día salía a pescar con la barca de D. Elías, un rico pescadero que poseía tres pequeñas embarcaciones, una de ellas la de Norberto, vendía el pescado que cogían y les daba a los pescadores una pequeña parte para que a duras penas sobreviviesen.
Aquel día salió rumbo al suroeste, donde le comentaron que se habían visto bonitos, además, en aquel tiempo las corrientes predominantes venían de allí y así, luego, a la tarde, a la hora de volver no se haría tan pesado y cansado el remar.
Eran ya las cuatro y empezaba a volver, el día no se había dado mal, llevaba una docena de bonitos, al poner proa a Tazacorte, ahora que el sol ya empezaba a declinar vio a semi contraluz algo raro a como una milla por el oeste, en principio le pareció un calderón llamado también ballena piloto, luego, al ver que estaba estático pensó que estaría muerto y decidió acercarse por si se podía aprovechar.
Puso proa hacia el objeto y ya llevaba media milla cuando se fue dando cuenta de que era algo parecido a una embarcación muy rara, además, por su costado de babor parecía haber una tela o trapo.
Cuando llegó vio que la embarcación era como de cuero impregnado de alquitrán, no había visto nada igual.
Miró dentro y estaba llena de hojas de helechos mayores de lo que vio nunca, algunas frutas estaban medio cubiertas por las hojas, pero éstas de pronto se movieron y no era el viento, vio aparecer un brazo velludo con una mano grande, fuerte y llena de callos.
Después del susto, con uno de los remos hurgó dentro, el susto fue grande, pero también para el hombre que medio muerto allí estaba.
El hombre era muy mayor, pero no tanto como aparentaba, llevaba unas grandes barbas y vestía con unas pieles que parecían de cabra y calzaba una especie de mocasines también de cabra, olía a demonios y su cara estaba llena de ampollas del las quemaduras del sol.
Sacó Norberto un pellejo en el que llevaba agua y le dio a beber, el hombre sorbió el agua despacio, como si quisiese que le durase lo más posible.
¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
Solamente entendió:
Borondón, San Borondón. La Cruz del sur.
No entendió qué quería decir, San Borondón era un barrio de Tazacorte y una isla de la que hablaba la gente, “la no encontrada” o algo así.
Norberto decidió, por prudencia y miedo tirar un cabo y remolcar la especie de chinchorro con el hombre dentro rumbo a Tazacorte.
Así, al remar mirando a popa, siempre lo vería si se movía y podría cortar el cabo si notaba algo sospechoso.
Capítulo II
Cuando llegaron a Tazacorte un grupo de personas le estaban esperando, primero porque era mucho más tarde de lo habitual, y segundo porque alguien había observado que llevaba algo remolcado y los curiosos, que no sabían qué podía ser se acercaron a la playa donde varaban las embarcaciones.
Antes de llegar, antes de nada, Norberto se puso de pie y gritó: ¡Avisen a doña Concepción!
¡Traigo un náufrago medio muerto!
Esta Sra. era medio enfermera, ayudaba en los partos y si había alguna urgencia, lo atendía mientras llegaba el médico, Don Benigno que vivía y trabajaba en los Llanos y no bajaba si no era algo grave.
Cuando vararon, lo primero que hizo Norberto fue dar dos cajas con los bonitos pescados a sus dos hijos mayores para que se los llevasen a D. Elías, que estaría preocupado por si le pasaba algo a su embarcación.
Doña Concepción llegó rápidamente, hizo que bajaran al náufrago y lo pusiesen en el suelo, encima de unas mantas que a tal fin había colocado, luego lo tapó con otra y le dio agua a beber mientras le decía:
Bebe a sorbitos, despacito, despacito, primero mójate la boca y los labios antes de tragar. ¿Te duele algo?
Le tomó el pulso y lo encontró débil, pero estable, le fue poniendo un paño húmedo por la cara y el hombre empezó a abrir los ojos.
¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?, ¿Dónde me han encontrado?
Tranquilo, te ha encontrado Norberto, un pescador de aquí, estabas a la deriva en este extraño bote. ¿De dónde vienes?
No lo sé, yo vivía solo en la isla, me dejaron allí hace mucho tiempo, había un barco, La Cruz del Sur, una goleta, pero hace mucho tiempo, se marcharon y me dejaron solo, a medida que contaba esto, empezó a llorar y a temblar.
¿Tienes frío?
No, tengo miedo, no me dejen, no me dejen solo otra vez.
Al momento llegó el doctor, Don Benigno se acercó y con la mirada inquirió a Doña Concepción, ésta miró al doctor y le dijo:
No sé, doctor, se lo ha encontrado Norberto en alta mar, estaba medio muerto en este chinchorro tan raro, lo recogió y lo ha traído remolcado, dice que estaba en una isla, donde lo habían dejado, ha nombrado una goleta, La Cruz del Sur.
No puede ser, dijo el doctor, La Cruz del Sur fue una goleta fletada por Mr. Edward Harvey hace medio siglo por lo menos para ir a la isla de San Borondón, El barco regresó a Tenerife.
El capitán creo que se llamaba Mendes y era medio portugués, de Madeira, Contó que había dejado a Mr. Harvey y a su ayudante y traductor Simón a bordo de un vapor con el que se cruzaron y que se dirigía a Funchal, luego, después de arreglar el barco, que tuvo problemas con un temporal, cuando llegaron a Cádiz marchó para Inglaterra con un cargamento de fruta y desapareció en la travesía, hubo un tremendo temporal y al parecer naufragó, había varios palmeros en la tripulación, todos murieron, pero uno, el cocinero, un agricultor también palmero, de Santa Cruz se quedó perdido en San Borondón.
En la estancia allí se adentró en la isla y ya nadie lo vio más.
Al ver D. Benigno que el náufrago mejoraba lentamente, decidió que lo subieran a su coche y se lo llevó a Los Llanos, al pequeño hospital que allí había e internarlo por lo menos hasta que se recuperase del aturdimiento y a la vez poder hablar con él puesto que por lo que decía, había estado en S. Borondón.
Capítulo III
Durante el camino por la carretera serpenteante pero bien arreglada, gracias a los buenos años de la exportación de plátanos y tomates, que une a Tazacorte con Los Llanos, El anciano, no dejaba de balbucear palabras de las que solamente se entendía Borondón y Cruz del Sur.
Pronto llegaron al pequeño hospital que estaba atendido por monjas y recién terminado de construir.
Bajaron al náufrago y lo alojaron en una habitación pequeña e individual, ya que el doctor quería que no se le molestase para nada hasta que recobrase perfectamente la conciencia.
Pidió que lo lavaran y limpiasen las llagas de las quemaduras del sol. Después le dieron una cena suave y lo dejaron dormir hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente, cuando despertó, ya entrada la mañana le avisaron que el hombre había despertado.
El doctor llegó a la habitación y acercó una silla a la cama, el anciano quería levantarse, pero el médico le tranquilizó y le explicó que tendría que ser poco a poco para no marearse y le pidió que le respondiese a algunas preguntas, si las sabía.
¿Sabes cómo te llamas? Le preguntó.
Todos en los barcos me llaman “Chino cocinero”
¿De dónde eres?
No lo sé, vivía en una isla, creo que se llamaba Terfe o algo así.
¿Tenerife?
Sí, creo que sí, era cocinero, un día huí de mi casa ya que allí no recibía sino golpes y patadas.
Me enrolé en un barco de grumete.
En uno de los barcos que estuve, un marinero se quiso aprovechar de mí, lo empujé cuando íbamos de Cádiz a Tenerife y cayó al mar, desapareció.
El capitán me iba a entregar a las autoridades.
Antes de entrar en el puerto me tiré por la borda y llegué nadando.
Me escondí unos días y cuando vi el Cruz del Sur pedí enrolarme.
Al saber que era cocinero, el capitán, el señor Mendes, un portugués amable me dijo que sí.
No sabía hacia donde zarpábamos, luego supe que el barco lo había fletado un inglés que quería estudiar las plantas, el primer destino era La Palma para coger provisiones y agua. Después salimos rumbo a lo desconocido, cuando supe que íbamos a buscar una isla que nadie había visto y que los marineros creían que era maldita, me arrepentí, hubiese sido mejor la cárcel, pero ya no había remedio.
¿Estás cansado? ¿Quieres que descansemos?
No, ahora parece que me acuerdo de cosas.
Nos sorprendió una gran tormenta, pensamos que moriríamos todos, pero cuando peor estaba la cosa alguien frito: ¡¡¡Tierra a babor!!! El capitán mandó virar y nos dirigimos a una bahía donde quedamos protegidos.
El barco tenía grandes desperfectos y aquel lugar desconocido nos venía bien.
Pasamos la noche allí, llovía torrencialmente, la mar había bajado, además, en aquella rada quedamos protegidos del mar y del viento que nos azotaba por estribor. Las cámaras, sobre todo la del científico y la del capitán estaban medio inundadas.
A la mañana siguiente el temporal había amainado pero seguía lloviendo, eran unas gotas finas pero persistentes.
Mr. Harvey pidió permiso al capitán para bajar a tierra, preparamos un chinchorro y bajamos cuatro hombres, un marinero de La Palma, el Sr. Inglés, Simón, su ayudante y traductor y yo, recibimos del capitán la orden de no alejarnos de la costa y estar siempre a vista de los que quedaban en el barco, el capitán y dos marineros más que estaban evaluando los daños del barco.
Nosotros íbamos armados con un fusil y dos pistolas, yo no llevaba armas.
Mr. Harvey tomaba notas de todo lo que veía, a mí, en mi ignorancia, la vegetación me recordaba a la de Cabo Verde y Canarias, dos sitios que conocía, los helechos eran mucho más grandes y los árboles más gruesos y altos, pero eran diferentes a los que yo conocía.
La tierra era como la de Canarias, negra y las rocas eran de volcán.
Vimos cuevas y algunos animales raros y unas cabras, pero no tenían cuernos, nos extrañó que no asustarse de nosotros, por lo que D. Simón, que hablaba español nos dijo que el científico afirmaba que era porque no conocían humanos, por lo que nos quedamos tranquilos de que no hubiese salvajes.
Yo me dediqué a recolectar unos frutos que no conocía pero que vi que las cabras los comían, eran dulces si estaban maduros y muy amargos verdes, parecía guayabas, también encontré un fruto verde, como si fuese una mano medio cerrada y con unos pinchos blandos, crecía en una especie de enredadera, corté uno por la mitad y parecía como patatas o boniatos pero más blandos, a una de las cabras, que parecía más amigable y que me seguía le di a comer y lo hizo, con lo cual cogí como unas veinte.
Cuando llegamos al barco el inglés estaba alteradísimo, le preguntó al capitán si sabía dónde estábamos, le contestó que no, que con la tormenta había perdido en control del rumbo y las marcaciones, por lo que habría que esperar a que aclarase y a la vuelta para saberlo.
Mientras arreglábamos el barco, del que se había roto el mástil entre otras cosas, montamos en tierra unas tiendas de campaña y allí se quedaron los ingleses y dos de nosotros que nos turnábamos con el arreglo del barco y acompañar las incursiones que hacían el científico y D. Simón. Yo aprovechaba el tiempo libre para recolectar frutos y “patatas de aire” que resultaron muy apetitosas para acompañar las comidas y hacer puré, además logré ordeñar algunas cabras que cada vez eran más confiadas y también pescar. Un día matamos una especie de lagartos pero bastante grandes y la carne resultó apetitosa.
Un día que estaba solo me fui a buscar alimentos un poco más lejos de lo habitual, por unos acantilados, resbalé y caí, tuve la gran suerte de ir a parar encima de unos matorrales, pero perdí el conocimiento.
Cuando desperté no se cuanto tiempo había pasado, le levanté, no parecía tener nada roto salvo un chichón en la frente.
Fui hacia la rada, el barco no estaba, me pareció verlo desaparecer por el horizonte a contraluz del sol que aparecía, por lo que deduje que debí pasar allí por lo menos un día y una noche.
¿Sabes dónde estabas? Preguntó el doctor.
No, ellos nombraban a San Borondón, pero no lo sabían de cierto, lo que sí sé es que por allí no pasaban barcos, en todo el tiempo que allí estuve, nunca vi ninguno.
¿Qué hiciste?
Pasé varios días llorando y aterrorizado, luego pensé que peor era si me hubiese matado, así que me puse a arreglarme la vida, comida no me faltaba, dónde guarecerme del mal tiempo tampoco, no parecía hacer frío allí, sabía que era una isla porque la bordeamos toda, había mucha agua dulce. En un gran árbol al lado de donde elegí para hacerme una choza, pelé una gran superficie de corteza y empecé a marcar una raya por cada día que llevaba allí.
¿Te apetece que paseemos un rato? Dijo el doctor.
Salieron al jardín y pasearon un rato, hasta que los avisaron para comer.
El hombre parecía recuperarse por momentos, mientras comían miraba al doctor y le contaba cosas de las que le ocurrieron en la isla, no se acordaba bien de donde era.
Recordaba que sus primeros años de vida los había vivido en La Palma, allí pasó su infancia, una infancia humilde, con mucha hambre y sin cariño, recordaba que su padre le pegaba, así que un día se había metido en un barco, se escondió y cuando zarpó y ya no se veía la isla se presentó delante del primer marinero que vio y le dijo que le llevara al capitán que quería trabajar de grumete, tenía entonces nos catorce años, el capitán aceptó y nombró al cocinero, que era chino mi protector y maestro, de ahí me vino el nombre de Chino Cocinero, ya sabe, en los barcos el cocinero, que suele ser chino además tiene que hacer cualquier tipo de faena.
Aprendí a cocinar y ya, al siguiente barco que me enrolé, fui de cocinero, fui a Cuba varias veces y cuando tuve el problema con el marinero al que tiré al agua, me enrolé en el Cruz del Sur con el señor Edward Harvey.
Yo no quise hacerle mal a aquel hombre, me quiso atacar, me aparté y lo empujé, tropezó con unos cabos y salió por la borda, no sabía nadar y se ahogó, como nadie lo vio me quisieron culpar, por eso huí del barco.
Capítulo IV
El doctor D. Benigno, le dijo al náufrago que le llamaría Diego a partir de entonces, se lo llevó a su casa y lo puso a su servicio, según lo hablado con Diego, D. Benigno llegó a la conclusión de que tendría unos setenta y dos años, una vez cortado el pelo y las barbas, y curadas las llagas del sol, parecía otra persona, además, estaba delgado y musculoso, por lo que parecía más joven.
Cada tarde, cuando el doctor dejaba de trabajar se reunía con Diego y éste le explicaba cómo era su vida en San Borondón.
El doctor, que siempre dijo que San Borondón era un espejismo, empezó a creer en el mito, incluso empezó a tomar notas y publicó algunos relatos basados en las vivencias de Diego.
Una tarde, D. Benigno le preguntó: ¿Cómo hiciste la canoa en la que viniste y que tenemos guardada en el cobertizo?
No la hice, la encontré en una cueva, al lado de la que caí, era más grande y accesible, estaba tapada con hojas de unos helechos gigantes que había en la isla, el cuero de que está hecha, no es de cabra, es de vaca y por allí no hay, además, está forrada con brea, que tampoco hay por allí.
Al lado de donde estaba había como un altar con una cruz en medio, parecía un altar y había unas inscripciones en un idioma que yo no conocía. Las maderas parecían tener cientos de años, pero allí, en esa cueva parecía que todo se conservaba bien, incluso encontré unos frutos que me hicieron sospechar que había alguien más en la isla y que me hizo estar un tiempo escondido vigilando la cueva.
Don Benigno se fue a la biblioteca y rebuscó por todos lados hasta encontrar un libro con grabados de la leyenda de San Brandán, luego encontró unas escrituras y signos celtas, se lo enseñó todo a Diego y éste reconoció parte como los grabados del altar, eran celtas y latín.
El doctor ya no tuvo dudas, alguien había estado en la isla mucho antes y todo hacía parecer que la leyenda de San Brandán que daba nombre a la isla, por lo menos era auténtica.
Otro día, le preguntó si había explorado más cuevas y Diego le contó:
Al costado de donde estaba el altar, había una cueva cuya entrada era muy estrecha, yo, notando que por allí entraba mucho aire y que se veía luz, ayudado por palos y piedras, ensanché la entrada, una vez pasada ésta, se fue agrandando y llegó a una gran nave, en el fondo había un pequeño lago, era agua salada, Me tiré a nadar en él y vi unas piedra blancas, no pudo coger ninguna porque parecían sujetas al fondo, por la marca en las orillas del lago, me di cuenta de que allí dentro también había fuertes mareas, por lo cual concluyó que estaba comunicado con el mar abierto.
No tuvo más que esperar a que bajase la marea, cuando ocurrió vio las piedra al completo, eran blancas y brillantes, muy pulidas, la mayoría eran columnas, había a cientos, eran como una iglesia pero rodeadas de gradas, también de aquel material blanco brillante.
Don Benigno buscó otros libros y le enseñó a Diego un grabado de la Grecia clásica.
Si, así era todo, dijo Diego.
El doctor dio un respingo de alegría, había descubierto la existencia de la Atlántida.
FIN
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