Y ahora.............
El Entierro
Este relato está incluido en el
capítulo de “Relatos Palmeros” esa tierra en la que nací y a la que llevo en mi
corazón pese a haber estado vagando por el mundo durante casi sesenta años.
Vivía yo en mi infancia en la calle
San Telmo, cerca de la Plaza de Santo domingo, donde me pasaba la mayor parte
de mis ratos libres jugando. Pues bien, tal como se cuenta en el relato, casi
todos los entierros pasaban por debajo de mi casa y los veía desde la ventana,
efectivamente, porque allí empezaba una pequeña subida o por costumbre, paraban
debajo de la ventana y rezaban un responso, el resto, la caída del ataúd y
demás es fruto de mi mente y de mi sentido del humor un poco macabro.
EL ENTIERRO
Pedro Fuentes
CAPITULO I
Hace ya
bastantes años, en el pueblo donde vivía, para ir al cementerio, había que
pasar por delante de mi casa.
Entonces un entierro era un acontecimiento social.
A veces, por
los acompañantes, sabías quién se había muerto, otras veías con quién se
hablaba o no el muerto, alguna vez vi a la viuda enlutada y llorosa siguiendo
al coche fúnebre y al final, medio a escondidas veías a “otra viuda” que
confirmaba el “vox pópuli”.
Otras te
dabas cuenta de que a partir de la tercera o cuarta fila, se contaban chistes,
si había sobrinos lejanos, llorando había herencia por medio, en fin, el balcón
de mi casa era toda una cátedra de observación y psicología del género humano.
La calle
empezaba una pequeña cuesta a partir de mi casa, con lo que teniendo en cuenta
que hasta el Camposanto había todavía unos 2.500 metros, era parada obligada
para coger aire y poder llegar arriba sin asfixiarse.
En aquellos
tiempos, había muy pocos coches, además era costumbre llevar el féretro en un coche fúnebre más o
menos elegante según el poderío económico y aparente de la familia.
Delante iba
un sacerdote, todos lo llevaban, hasta los ateos más recalcitrantes, acompañado
por un par de monaguillos, a veces más y si era un entierro de postín llevaba
tres curas, varios sacristanes y media docena de monaguillos.
Inmediatamente
detrás iba el coche, a continuación la viuda o el viudo, de estos hay menos
normalmente, y luego los familiares, por orden de mayor a menor grado, luego
los amigos o amigas y detrás los conocidos, empleados, sirvientes y ya los
curiosos y los “amigos de los entierros” u otros “familiares no reconocidos”
Yo era
entonces un crío, uno de esos críos callados, de mirada lánguida que parecía no
fijarse en nada, pero que oía y procesaba todo lo que entraba en su cerebro.
Muchas
veces, ahora, con mi madre, y mis hermanos mayores, soy yo el que se acuerda de
esos pequeños detalle e incluso, a mis años, he reconocido trastadas que
quedaron impunes por falta de culpable.
Con esto quiero decir lo que ya he dicho, un
entierro era un acontecimiento social digno de estudio.
Pero nada
tan importante como el entierro que os voy a contar. Viví de pequeño la primera
parte, la más importante, pero años más tarde, por mi manía de coleccionar
historias, para estar más documentado y ceñirme a los hechos, contacté uno de
los protagonistas principales y me contó su historia.
Cuando el
sacerdote y los dos monaguillos, pararon delante del balcón en el que yo
estaba, todo hacía presagiar un entierro normal, el sacerdote, como tenía por
costumbre, hacía la paradita para respirar y coger fuerzas para la cuesta, pero
aprovechaba el momento para pedirle a los monaguillos el acetre y el hisopo.
Con ellos se puso al lado derecho del coche
fúnebre, una plataforma con cuatro columnas que sujetaban el techo, que
terminaba a cuatro vientos y en el vértice central una especie de jarrón con un
penacho negro.
Mojó el
hisopo en el acetre del agua bendita y mientras recitaba un responso bendecía
el ataúd negro azabache.
Desde la
posición que yo estaba pensé que el coche se había calado, porque todo él
tembló en el momento que el cura lanzaba agua con el hisopo en todas las
direcciones.
Para mi gran
fantasía, luego, cuando vi el humo en el tubo de escape, pensé: “La caja se ha
movido”.
El sacerdote
se colocó delante del coche y siguió la marcha, detrás, la viuda, de unos
cuarenta y tantos años y de buen ver, acompañada de unas amigas, no tenía más
familia, suspiró y sollozó detrás de unas gafas negras y emprendieron la
marcha.
Cuando la
cuesta empezó a ser más fuerte, lo vi claro, la caja se volvió a mover. Cuando
lo dije en voz alta, alguien por detrás me dio un capón de campeonato y me
dijo:
¡Calla, coño! que no dices sino tonterías.
CAPITULO II
“Dentro de
la caja me desperté, estaba totalmente a oscuras, no recordaba nada, me moví,
de pronto oí la voz de alguien que rezaba un responso, guardé silencio para ver
si averiguaba algo y comprendí, me había dado un ataque, estaba en la calle,
llegando a mi casa, antes de perder el conocimiento vi que varias personas
corrían a socorrerme, alguien dijo:
Es Miguel,
vive aquí, en el número nueve, avisad a su mujer. Allí perdí el conocimiento.
Ahora me
daba cuenta, creen que he muerto y me llevan a enterrar, pero no puede ser, mi
mujer y el doctor saben que soy cataléctico, ¡¡Socorro!!! ¡¡¡Socorro!!!, ¡que
no estoy muerto! A la vez que gritaba intentaba moverme, saltaba lo que podía,
pero el forro y la guata del ataúd amortiguaban los golpes, ¡lloré!, ¡salté!, ¡grité!,
¡empecé a arrancar el forro y la guata!, ¡me rompía las uñas contra la madera!,
¡me faltaba el aire!, ¡me estaba ahogando!, ¡iba a perder el conocimiento y
entonces no tendría escapatoria!, ¡intenté con todas mis fuerzas golpear con
las rodilla!, noté que aquello se había desplazado, contuve la respiración para
coger fuerzas, me concentré y di dos golpes seguidos contra la madera que había
a los pies, entonces sí, todo el ataúd se desplazó y fue cogiendo velocidad,
noté cómo resbalaba y caía desde una cierta altura golpeando contra el suelo,
allí se rompió la caja, lo primero que vi fue la cara de espantado de un niño
en el balcón de un primer piso, luego vi gente que corría despavorida, luego me
empecé a incorporar y noté que había caído encima de alguien. ¡¡Dios mío!! ¡¡He
caído encima de Marisa, mi mujer!!”
Hasta aquí
el relato de Miguel.
En el balcón
de casa yo increpé al del capón ¡Lo ves! Yo tenía razón.
Mi madre
intentaba llevarme para dentro para que no tuviese pesadillas. Yo seguía
agarrado a la barandilla del balcón, pese a lo aterrado que estaba no quería
perderme detalle, en aquel momento supe que aquella sería una de las historias
de mi vida.
Cuando
Miguel se levantó intentó ayudar a su mujer, llamó al médico que iba en la
comitiva y éste tomándole el pulso a Marisa dijo: Está muy mal, hay que
llevarla a la casa de socorro.
Llamaron un
coche y en él subieron Miguel, ya
restablecido. Evaristo, el doctor y en medio colocaron a Marisa.
Ya en la
camilla del hospital, Miguel, que no había soltado la mano de su esposa le
dijo: Marisa, ¿Por qué no esperaste para enterrarme sabiendo que soy
cataléptico?
En un
susurro dijo:
Evaristo
firmó el acta de defunción porque te hizo pruebas.
En ese
momento llegó el cura y le dijo a la moribunda:
Marisa,
hija, ¿quieres confesarte?
Si. Padre,
pero no quiero que se vaya Miguel, sé que voy a morir y quiero que sepa la
verdad. Cuando vimos que Miguel tenía el ataque, Evaristo y yo decidimos deshacernos
de él, porque llevamos tres años de amantes y queríamos casarnos.
El
sacerdote, haciendo la señal de la cruz dijo: Ego te absorbo in nómine………
Marisa
espiró en ese momento.
Después de
la confesión de ella Evaristo confesó ante la policía y fue condenado.
Miguel
marchó del pueblo y vive feliz y contento, no ha vuelto a tener ataques de
catalepsia.
FIN
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