EN BUSCA DE LA PUERTA DEL INFIERNO
Pedro Fuentes
Capítulo IV
A las ocho cincuenta y cinco de la mañana entró por la
puerta principal del colegio donde pasó parte de su infancia y juventud. Llegó
hasta el portero y le dijo:
El padre Hidalgo me está esperando.
Sí, ya me lo ha dicho, sígame, por favor, le contestó. Y lo
llevó hasta el despacho del director, que era el mismo de siempre, ahora le
parecía viejísimo el colegio, pero bien conservado, unos techos altísimos y
arcos que acortaban visualmente el pasillo, pasaron por la puerta de sala de profesores,
sala de estudio, capilla, enfermería y al fondo, a la derecha el despacho, con
el nombre en la puerta, P. Hidalgo –DIRECTOR-.
El portero llamó dos veces con los nudillos y empezó a abrir
mientras le decían desde dentro:
¡Adelante!
Al tiempo que entraba Ricardo, el p. Hidalgo se levantó, le
alargó la mano y con la mano izquierda de cogió el brazo derecho a Ricardo.
¡Muchacho, Ricardo! ¡Cuánto tiempo! Me alegro de verte.
Ricardo lo miró y vio que tenía la misma cara, alto, fuerte,
y con aquellas gafas oscuras de concha que no se quitaba nunca y que los
muchachos habían imaginado miles de
historias de porqué las llevaba, desde que eran para esconderse hasta que
servían para vigilar sin ser visto en los exámenes.
Ricardo no sabía qué hacer, qué pretexto darle, al final
decidió contarle parte de la realidad, que tenía un sueño que se repetía casi
cada noche y era la aparición de Cancerbero que le atacaba y se despertaba
asustado envuelto en sudor frío y a veces con fiebre, luego le venía a la mente
la imagen del p. Lázaro y las conversaciones que tenía con él cuando era su
confesor y pensaba que querría verlo y charlar con él.
Bueno, el p. Lázaro ya sabes que era un sacerdote que estuvo
autorizado por los obispos para hacer exorcismos y de hecho hizo varios y
siempre con gran éxito, al final, creemos que por culpa de la tensión cayó en
una profunda depresión, decía que Satán había jurado vengarse de él por las veces que lo había ridiculizado, que
tenía que esconderse de él, como no tenía más familia que nosotros y quería
volver por su tierra, acepto de muy buen agrado retirarse a vivir sus últimos
días en un convento en la parte de Valencia. Y allí está con sus ochenta y
cinco años, paseando, rezando y preparándose para cuando Dios lo llame. Cuando
recibí tu correo, lo consulté con el psiquiatra que lo llevó aquí y me dijo que
no sabía, pero que si la persona que lo iba a ver era de su confianza, que lo
mismo le hacía un bien, así que decidí darte la dirección, pero antes,
¡cuéntame! ¿Qué es de tu vida?
Según me explicaste en el correo vives en un barco y te
dedicas a llevar turistas, bueno, si es lo que te gusta y disfrutas con ello,
adelante.
¿Te casaste? ¿Tienes hijos?
No, padre, sigo soltero y sin compromiso, una vecez estuve a
punto de casarme pero ella murió,
además, acuérdese que cuando vine a este colegio me mandó mi hermana que
era mi única familia y como no tenía hijos me trató como tal, pero yo ya era
monaguillo en mi pueblo y mi vida ha ido bastante encarrilada al lado de la
Iglesia, luego hubo un tiempo que sufrí una grave crisis cuando murió ni novia
y ahora soy un católico poco practicante.
Quizás ahora el padre Lázaro me arregle un poco.
La charla duró casi media mañana, luego el sacerdote le dio
la dirección del convento y le escribió una nota de su puño y letra para el
superior de la orden del convento y para el padre Lázaro.
Salió Ricardo del colegio y se dirigió la estación del Ave, cerró el billete de vuelta,
comió algo mientras esperaba la salida, llamó a Herminia que le dijo que todo
iba bien y que Trouvé era un encanto, que se lo quedaría para siempre.
Montó en el primer AVE que salía para Valencia, se puso los cascos,
eligió música clásica, puso el respaldo inclinado y durmió hasta casi su
destino.
Quedaban once días.
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