La historia de hoy es un relato agridulce de unos tiempos canallas por los que pasó nuestro protagonista cuando la soledad habitaba en su interior.
Y ahora....
LA MUCHACHA DE UNA SOLA PIERNA
(Pedro Fuentes)
CAPITULO I
Cuando Ricardo estaba haciendo el campamento de la mili, en Alcalá de Henares, pasó una temporada muy mala, el sentir que había perdido su libertad, aunque fuese solamente por un tiempo, lo tenía destrozado, estaba solo en Madrid, su hermana y su cuñado, únicos familiares habían muerto y no tenía nadie más, bueno, salía con una chica, pero no era una cosa muy seria, por lo menos para él, quizás esa soledad no le dejaba romper con ella.
Sus amigos, estaban en una etapa de hacerse un puesto en el trabajo, uno se había casado, y el otro andaba metido en cosas del teatro, así que él, cuando más lo necesitaba, estaba solo en el mundo y encima lo mandaban a la mili.
Fue en esos tiempos cuando empezó a frecuentar algunos sitios de no muy buena fama y se acostumbró a salir los días que tenía libres. Los viernes y sábado por la noche, cuando dejaba a su digamos novia en casa, él se iba a tomar unas copas.
Ya veía Ricardo que ir a los sitios a beber unas copas, y en solitario, era muy peligroso y no solía tener un buen final, pero era incapaz de meterse solo en su apartamento, el que había heredado de su hermana, cuando ésta y su marido habían muerto en un accidente.
Empezó a frecuentar un bar americano que había en la calle Magallanes, muy cerca de la glorieta de Quevedo. Allí hizo amistad con el encargado y camarero, Pepe, una buena persona algo afeminado y que trataba a las chicas que allí trabajaban con bastante consideración. Luego estaba Lucía, la jefa de las chicas, una muchacha de unos 25 años, de aspecto agradable, no era una belleza, pero tampoco fea, tenía sus encantos y simpatía. La llamaban “la chica de una sola pierna” porque todos los parroquianos la perseguían pero de nadie se sabía que hubiese intimado con ella.
En aquel bar las ocupaciones favoritas eran apalancarse en la barra, con un whisky o un combinado en la mano, fumar y jugarse a los dados con las muchachas alguna bebida, luego estaba la máquina de la música con “Help ayúdame” de Tony Ronald, “Por el amor de una mujer” de Danny Daniel, “Honey” de Bobby Goldsboro, “Soy rebelde” de Jeannet, “O tú o nada” de Pablo Abraira, estas eran las canciones que sonaban en aquél pequeño tugurio refugio de almas solitarias una y otra vez, llenas de risas, chistes y alegrías gracias a los vapores del alcohol y el humo de cientos de cigarrillos que no salía del ambiente hasta que Pepe, de vez en cuando encendía el extractor.
Ricardo entraba allí sobre las once de la noche, pedía su Dyc con mucho “hielo después” y si la máquina de los millones estaba libre, se encendía un cigarrillo, daba un trago largo, se concentraba y empezaba a jugar partidas. Ricardo era un verdadero profesional de aquellas máquinas a las que había que jugar con todo el cuerpo, sobre todo con el juego de caderas.
Cuando se cansaba de jugar siempre había algún cliente dispuesto a seguir con las partidas acumuladas en premios. Después ponía algo así como “Y te amaré” de Ana y Johnny, una de las preferidas de Lucía y se iba a hablar con ella.
Lucía y Ricardo se lo pasaban bien hablando, Lucía sabía que el único de los clientes fijos que había allí que no iba buscando “lio” era Ricardo, éste solamente buscaba hablar con alguien y además sabía que ella tenía una cierta cultura y no tenía que ganarse la comisión bebiendo con los clientes.
Los sábados por la noche, Pepe siempre le tenía un par de botellas de Johnny Walker rellenas de garrafón, una mezcla que Pepe tenía como receta ideal. Si solamente bebías un par de whiskys y con mucho hielo, no notabas la diferencia si no eras un verdadero experto. Eran para llevárselas al campamento.
Los domingos por la tarde Ricardo dejaba en casa a su “novia” y se marchaba para Alcalá. Antes recogía a un par de compañeros y los tres entraban una semana más en el cuartel, si todo iba bien, para Diciembre, en un par de meses jurarían bandera y les darían un destino normalmente en Madrid.
Ricardo había solicitado a un familiar lejano, militar, por si lo podía reclamar y pasar el resto de la mili lo mejor posible, además le interesaba poder trabajar en los ratos libres, ya que en su empresa, una multinacional, estaban ampliando delegaciones y él quería promocionarse cuando acabase la mili.
La vida en el campamento no era ninguna cosa del otro mundo, por la mañana salían al campo a jugar a las guerras, luego volvían para hacer gimnasia, Ricardo se había librado de ella porque jugaba al voleibol y hacía de monitor en saltos con aparatos, ambos deportes practicado en el colegio durante el bachillerato.
Por las tardes, después de comer, un poco de teoría y luego, a las seis ya descanso hasta la hora de la cena.
Por las noches, después del silencio, Ricardo, junto con un cabo, el alférez y otro compañero más jugaban a las cartas, al “tute”. Aquí salían las botellas de whisky y alguna cosa más que les hacía pasar los días lo mejor posible.
Así transcurría la semana, algún día les tocaba marcha, pero cosa llevadera para Ricardo que era un buen deportista.
El viernes, después de la teoría de la tarde, y si no tenías ningún servicio de fin de semana, te daban permiso hasta el domingo a final de la tarde.
Apura el trago y sigue escribiendo, que me he quedado con las ganas...
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