BETTY LA RUBIA
Pedro Fuentes
Cuando entré en aquel tugurio no
sabía ni por qué lo hacía ni siquiera si tenía ganas de beber,
llegué hasta allí simplemente porque había llovido todo el día y
había estado sentado en casa frente a mí vieja máquina de
escribir, una Remington Standard negra con las letras de la marca
doradas.
En el suelo, alrededor estaba lleno
de cuartillas arrugadas, el cenicero repleto de colillas y un vaso y
una botella vacios ambos, señal inequívoca de que no lograba
hilvanar ninguna historia para enviarle a mi editor, mal vivía de
escribir novelas de policías y ladrones, bastante malas, pero me
pagaban algunos dólares, mientras tanto, cuando cobraba y podía
comer en condiciones, escribía mi gran novela, pero esa no
interesaba a nadie por ahora, quizás porque era un poco biográfica
como todas las primeras obras y la verdad es que mi vida no le
interesaba a nadie, mi mujer, se cansó de trabajar de camarera para
que yo escribiese y un mal día se largó con un hombre del otro lado
de la barra y al otro lado del país.
Mi gato, salió una noche de luna y
desapareció, a los pocos días lo vi asomado a un balcón. El
también me vio, entró como alma que lleva el diablo a la casa y ya
no lo vi más.
Así que cuando dejó de llover, ya
anochecido me enfundé una gabardina, mi sombrero y salí a la calle,
la noche era húmeda, mucho más húmeda que lo normal en New
Orleans, así que me subí el cuello de la gabardina, bajé un poco
el ala de mis sombrero, metí las manos en los bolsillos y encorvé
el cuerpo como para que no se escapase el calor interior.
La calle estaba solitaria, nadie más
que yo había tenido la idea de pasear.
A lo lejos se oía el quejido de una
trompeta con sordina, me dirigí hacia la lejana melodía.
A medida que me acercaba parecía
más fuerte y melancólico el gemir de la trompeta tocando “Stormy
weather”, una de mis piezas preferidas.
Llegué a una puerta entre abierta,
arriba un rótulo que hacía más ruido que color al cambiar del azul
al amarillo St. Louis Blue rezaba, entré, no se por qué ni para
qué.
Tardé unos segundos hasta que pude
ver la tenue luz que había encima de la barra, luego pude adivinar
unas mesas rodeadas de sillas vacías.
En dos rincones estaban sendas
parejas haciéndose arrumacos.
Una pareja más estaba en la pista
de baile, llevaban unos pasos tan lentos que parecían parados.
Todas las paredes decoradas en
terciopelo rojo tenían unos apliques de los que tres cuartas partes
estaban apagados.
Al final de la barra, a la derecha
de ésta, en una pequeña tarima había un trompetista, otro músico
que acariciaba un contrabajo con lascivia, sentado en la batería
estaba un calvo que movía las escobillas como si estuviese
preparándose unos huevos revueltos, un pianista hablaba con un saxo
bajo que estaba a su lado mientras tocaba unos compases.
Todos ellos eran negros menos el
batería que era blanco y destacaba por su cabeza rapada y brillante.
Detrás de la barra un camarero, con
camisa blanca y pajarita negra dormitaba apoyando los codos en la
barra y la cabeza entre las palmas de las manos.
A mitad de la barra una rubia
platino sujetaba un vaso y bebía, con la otra hacía palanca en la
barra para mantenerse erguida.
Me acerqué, el camarero, ya más
despierto vino hacia mí, hizo un ligero movimiento con la barbilla a
modo de interrogante, yo le pedí un whisky doble sin hielo. Me lo
trajo y un plato con unos manises.
La rubia platino a duras penas se
bajó del taburete, se puso un cigarrillo en la boca y me dijo:
¿Me das fuego, cariño?
Sin ni siquiera decir nada, saqué
del bolsillo un paquete de tabaco, me puse en la boca un cigarrillo y
con la otra mano recogí unas cerillas que el camarero me había
lanzado por la barra, le di fuego y encendí también mi cigarrillo.
La rubia platino me dijo:
¿Puedo traer mi copa para aquí? No
me gusta beber sola.
Me encogí de hombros por respuesta,
ella le hizo una seña al camarero y éste le envió el vaso
patinando por la barra.
Gracias Jimmy, le dijo.
¿Cómo te llamas, cariño? A mi me
llaman Betty “la rubia”, dijo sin esperar contestación, con la
voz adormecida por el whisky.
Si me invitas a una copa te cuento
mi historia, pero no aquí, sentados en una mesa, porque es muy
larga.
Me llamo Ricky y si la historia es
buena te invito a todas las copas que quieras, le dije sin saber por
qué, quizás porque me dio pena, tal vez porque llevaba mucho tiempo
sin hablar con nadie, a lo mejor porque los músicos estaban tocando
de nuevo “Stormy weather”, uno de mis temas favoritos o porque
por una vez quería que alguien me contara su historia en lugar de
contarlas yo.
Jimmy, nos vamos a aquella mesa, pon
dos vasos y una botella de whisky.
La verdad es que me quedé
sorprendido cuando empezó la historia, su voz ya no parecía de
trapo, se convirtió en una voz fina y elegante, se transformó
totalmente, parecía de la alta sociedad de Luisiana, culta y
elegante.
Al ver el cariz que tomaba, saqué
un bloc y un lápiz que siempre llevaba conmigo y me puse a tomar
notas.
No sé cuanto tiempo había pasado,
Betty al final se había quedado dormida con la cabeza apoyada en la
mesa, a mí los vapores del whisky me dejaron ligeramente mareado,
encendí el último cigarrillo que me quedaba y me dirigí a la barra
para pagar, Jimmy me dijo:
Está invitado por hacer feliz a
Betty.
Me puse el sombrero y la gabardina y
salí fuera mientras los músicos seguían tocando el mismo tema de
“Stormy weather” por enésima vez.
La pareja de la pista bailaba.
En las mesas dos parejas se hacían
arrumacos.
El sol empezaba a salir y la neblina
húmeda de New Orleans me refrescó la cara.
Los lamentos de la trompeta se
apagaron al alejarme.
Llegué a mi buhardilla, me duché
con agua fría y mientras tomaba un café bien cargado me puse a leer
las notas, luego fui a la mesita de la máquina de escribir y empecé
una novela “Betty la rubia” no paré sino para hacer café y
encender algún cigarrillo.
No sé cuanto tiempo estuve para
escribir doscientos y pico folios. Cuando puse el “fin” me
levanté, me tumbé en la cama y dormí durante veinticuatro horas.
Me desperté, me duché, me arreglé, cogí el manuscrito y sin ni
siquiera leerlo me fui al editor.
Entré en su despacho y le dije:
Robert, te traigo algo nuevo, está
recién escrito, no lo he releído, pide café y whisky porque lo
vamos a leer entero, creo que será un bombazo.
La novela nos gustó a los dos, era
una historia de amor, llena de pasiones, corazones rotos y ataques de
celos que terminaban en un tremendo drama de asesinato y suicidio.
Robert, después de la lectura me
dijo:
Esto no es para mí, es más
importante, ahora mismo llamo a un amigo mío, también editor en New
York que te va a recibir, mi secretaria hará unas copias y te vas a
llevarlas. Te adelantaré algo de dinero, mi amigo Frank te dará
otro adelanto, tenías razón, creo que será el libro del año.
Pasé tres meses en New York, se
hizo el lanzamiento del libro, se vendió para el cine, fue un éxito.
Después de todo eso, volví a New
Orleans. Empezaba a atardecer cuando me dirigí al “lakeside” a
la Dauphine street.
Cuando llegué al St. Louis Blue,
no encontré sino una puerta metálica cerrada y pintada de grafitis,
del cartel luminoso no había sino una mancha negra señalando las
letras del nombre.
En la acera de enfrente, sentado en
una silla había un viejo negro tocando en un banjo la melodía “Blue
moon”. Me acerqué a él y le dije:
Por favor, ¿Este no es el St. Louis
Blue?
No señor, lo fue pero hace mucho
tiempo.
Bueno, unos cuatro meses, hace ese
tiempo estuve yo. Le dije
No Sr me contestó, hace más de
cincuenta años, yo he vivido aquí toda mi vida y le puedo decir que
hace más de cincuenta años.
Yo estuve. Tocaba el contrabajo
allí.
Aquella noche estaba medio lleno,
era sábado, aquí se reunía la alta sociedad a oír jazz.
Una señorita muy elegante, clienta
asidua y a la que todo el mundo llamaba Betty “la rubia”, estaba
con un amigo de su marido, a éste le habían dicho que ella le
engañaba.
El tonteaba con la mafia y aquella
noche, junto con dos matones entraron en el local, estábamos tocando
“Stormy weather” cuando dispararon sobre la pobre Betty, luego a
su acompañante y todo bicho viviente.
Murió mucha gente, lo puede leer en
los periódicos de la época.
De los músicos no sobrevivió
ninguno, solamente yo porque el contrabajo paró mi bala, quedó
incrustada en la tastiera justo a la altura de mi corazón.
Un camarero se salvó porque se
tiró detrás de la barra y también se salvo una pareja que bailaba
detrás de una columna.
La policía cerró el St. Louis
Blue.
Dicen que las noches tormentosas se
escucha la orquesta tocando “Stormy weather”.
FIN