APRENDIZ DE TORERO
Pedro Fuentes
Hace ya muchos años, pero muchos años, tantos como sesenta y cuatro o sesenta y cinco, vivía, siendo crío en “Las Nieves”, una finca situada al lado del Real Santuario de Nuestra Señora de las Nieves, Patrona de la isla de La Palma, en las Islas Canarias.
Yo tenía entonces unos siete u ocho años y era un crío “asilvestrado” me gustaba más que nada en el mundo el campo y la naturaleza, me dedicaba a subir a los árboles y comer la mejor fruta; dos eran mis preferidos, un mango y un nisperero, ambos de bastante follaje que me ocultaba de las miradas vigilantes de mi madre y mis hermanos mayores.
Por aquel tiempo llegó un día a la finca un amigo de la infancia de mi padre; traía un carnero con una cornamenta respetable y cubierto de un espeso abrigo de lana. La idea era que engordase un poco y luego organizar una comilona con él.
Detrás de la casa, al lado de una puerta por la que se podía entrar en una estancia que se usaba de comedor de diario y comunicada con la cocina, había unos recintos, el primero con conejos, de unos cuatro por cuatro metros. La pared de la izquierda era la de la casa y la del fondo era de cemento y allí estaban los comederos, las dos paredes restantes, eran de cemento de unos ochenta centímetros de alto y encima, barrotes separados entre si unos diez centímetro. Al lado de la derecha había otro recinto bordeado por tres lados por el pequeño muro, el de la izquierda, lo separaba de los conejos, el recinto central era más ancho, unos seis metro. El muro de la derecha lo separaba de un gallinero, éste era mucho más ancho, unos doce metros. En el recinto de en medio fue ubicado el carnero al que no bautizamos porque a un animal con nombre no se le podría sacrificar para comer. Regla no escrita pero aceptada por todos. Por el frontal de los tres recintos se entraba por una puerta también de barrotes.
“El bicho” tenía muy mal genio y muy mala uva no había sino meter una mano por entre los barrotes para que envistiese sin pensar si el cemento era duro o blando, vamos, tenía un carácter de mil demonios.
Mi hermano mayor, siete años más que que yo, en aquel tiempo decía que quería ser torero y decidió que el pobre carnero iba a servir para empezar su aprendizaje. Como un torero sin un mozo a falta de cuadrilla, no era nada, me nombró su mozo de espadas, picador y todo lo que se terciara.
Yo, sabedor de mis cometidos de preparar al morlaco para la lidia, quizás más que el “maestro” era el encargado de todas las faenas.
Con el estilo propio del subalterno, me preparaba una cuerda con un lazo, me ponía junto a la puerta de cuadrillas y por entre los barrotes citaba al animal, éste con la fortaleza que le caracterizaba se lanzaba hacia el engaño con todas su fuerzas, la embestida era brutal y como buen auxiliar, cuando el pobre animal había perdido algo de fuerza, le ponía el lazo por entre la cornamenta, luego , antes de que se recuperase del todo, iba pasando la cuerda de barrote en barrote hasta que llegaba al lado opuesto, por la pared del gallinero. Bien sujeto el animal en el sitio señalada por el maestro, “El niño de La Palma”, entraba en el corral armado con un trapo a modo de capote y una silla por si acaso.
Una vez situado el maestro en su lugar, me decía: “Suerta er bixo”.
Si, maestro. Y soltaba al animal que ya se había recuperado.
Tardo demasiado en contarlo, el animal miró al torero, bajó la testuz, salió embalado hacia el
matador y envió la silla al cerrado de las gallinas por encima de los barrotes, el trapo al de los conejos y mi hermano, desamparado se subió al enrejado y de allí no bajó hasta que yo, con un poco de hierba, entretenía al animal.
La prometedora carrera del torero frustrado acabó antes que la vida del animal, “El Niño de La Palma” renunció a su prometedora carrera de maestro torero y después de meditarlo durante un minuto, dijo sentencioso:
Los toros se ven mejor desde la barrera.
FIN
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