Una nueva semana y un nuevo relato.
Hoy comienzo a publicar, bajo el título "YO CONFIESO" antiguos relatos que en su día llegaron al blog capítulo a capítulo.
El relato de hoy figura dentro de un grupo que titulé "RELATOS PALMEROS" y que fueron escritos sobre recuerdos y vivencias de mi infancia, transcurridos el la inigualable isla de LA PALMA.
El náufrago de San Borondón
Una vez, en mi infancia, estábamos en Tazacorte y allá, en el horizonte me pareció ver tierra, como muchas veces se
ve desde La Palma Tenerife y El Hierro, yo sabia que por aquel lado, hacia el
Noroeste, no había islas. Estábamos jugando con unos primos y se lo dije, sin
darle importancia dijeron:
¡Mira, se ve San Borondón!
Yo ni quito ni pongo nada, estudié el
tema, ya siendo mayor y escribí este relato.
EL NAUFRAGO DE SAN BORONDON
Pedro Fuentes
Capítulo I
1.915 fue un año de mucho hambre en Canarias, sobre todo en
las islas periféricas.
Nuestra historia se desarrolla en La Palma y comienza en
Tazacorte.
Tazacorte dos años antes, era una zona estratégica para la
producción de plátanos y tomates, la Fyffes Límited de Irlanda había adquirido terrenos y había
llegado al acuerdo con una distribuidora, Hudson que tenía conexiones en
Canarias y transportaban los productos de Tazacorte, pero la primera guerra
mundial abrió un paréntesis de grandes proporciones en Canarias, produciendo en
Tazacorte un lamentable estado de hambre y miseria.
En estas circunstancias se desarrolla nuestra historia.
Norberto, un pescador de Tazacorte, que cada día salía a
pescar con la barca de D. Elías, un rico pescadero que poseía tres pequeñas
embarcaciones, una de ellas la de Norberto, vendía el pescado que cogían y les
daba a los pescadores una pequeña parte para que a duras penas sobreviviesen.
Aquel día salió rumbo al suroeste, donde le comentaron que
se habían visto bonitos, además, en aquel tiempo las corrientes predominantes
venían de allí y así, luego, a la tarde, a la hora de volver no se haría tan
pesado y cansado el remar.
Eran ya las cuatro y empezaba a volver, el día no se había
dado mal, llevaba una docena de bonitos, al poner proa a Tazacorte, ahora que
el sol ya empezaba a declinar vio a semi contraluz algo raro a como una milla
por el oeste, en principio le pareció un calderón llamado también ballena piloto, luego, al ver que estaba
estático pensó que estaría muerto y decidió acercarse por si se podía
aprovechar.
Puso proa hacia el objeto y ya llevaba media milla cuando se
fue dando cuenta de que era algo parecido a una embarcación muy rara, además,
por su costado de babor parecía haber una tela o trapo.
Cuando llegó vio que la embarcación era como de cuero
impregnado de alquitrán, no había visto nada igual.
Miró dentro y estaba llena de hojas de helechos mayores de
lo que vio nunca, algunas frutas estaban medio cubiertas por las hojas, pero
éstas de pronto se movieron y no era el viento, vio aparecer un brazo velludo con una mano
grande, fuerte y llena de callos.
Después del susto, con uno de los remos hurgó dentro, el
susto fue grande, pero también para el hombre que medio muerto allí estaba.
El hombre era muy mayor, pero no tanto como aparentaba,
llevaba unas grandes barbas y vestía con unas pieles que parecían de cabra y
calzaba una especie de mocasines también de cabra, olía a demonios y su cara
estaba llena de ampollas del las quemaduras del sol.
Sacó Norberto un pellejo en el que llevaba agua y le dio a
beber, el hombre sorbió el agua despacio, como si quisiese que le durase lo más
posible.
¿Quién eres? ¿De donde vienes?
Solamente entendió:
Borondón, San Borondón. La Cruz del sur.
No entendió qué quería decir, San Borondón era un barrio de
Tazacorte y una isla de la que hablaba la gente, “la no encontrada” o algo así.
Norberto decidió, por prudencia y miedo tirar un cabo y
remolcar la especie de chinchorro con el hombre dentro rumbo a Tazacorte.
Así, al remar mirando a popa, siempre lo vería si se movía y
podría cortar el cabo si notaba algo sospechoso.
Capítulo II
Cuando llegaron a Tazacorte un grupo de personas le estaban
esperando, primero porque era mucho más tarde de lo habitual, y segundo porque
alguien había observado que llevaba algo remolcado y los curiosos, que no
sabían qué podía ser se acercaron a la playa donde varaban las embarcaciones.
Antes de llegar, antes de nada, Norberto se puso de pie y
gritó: ¡Avisen a doña Concepción!
¡Traigo un náufrago medio muerto!
Esta Sra. era medio enfermera, ayudaba en los partos y si
había alguna urgencia, lo atendía mientras llegaba el médico, Don Benigno que
vivía y trabajaba en los Llanos y no bajaba si no era algo grave.
Cuando vararon, lo primero que hizo Norberto fue dar dos
cajas con los bonitos pescados a sus dos hijos mayores para que se los llevasen
a D. Elías, que estaría preocupado por si le pasaba algo a su embarcación.
Doña Concepción llegó rápidamente, hizo que bajaran al náufrago y lo pusiesen en el suelo, encima
de unas mantas que a tal fin había colocado, luego lo tapó con otra y le dio
agua a beber mientras le decía:
Bebe a sorbitos, despacito, despacito, primero mójate la
boca y los labios antes de tragar. ¿Te duele algo?
Le tomó el pulso y lo encontró débil, pero estable, le fue
poniendo un paño húmedo por la cara y el hombre empezó a abrir los ojos.
¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?, ¿Dónde me han
encontrado?
Tranquilo, te ha encontrado Norberto, un pescador de aquí,
estabas a la deriva en este extraño bote. ¿De donde vienes?
No lo sé, yo vivía solo en la isla, me dejaron allí hace
mucho tiempo, había un barco, La Cruz del Sur, una goleta, pero hace mucho
tiempo, se marcharon y me dejaron solo, a medida que contaba esto, empezó a
llorar y a temblar.
¿Tienes frío?
No, tengo miedo, no me dejen, no me dejen solo otra vez.
Al momento llegó el doctor, Don Benigno se acercó y con la
mirada inquirió a Doña Concepción, ésta miró al doctor y le dijo:
No sé, doctor, se lo ha encontrado Norberto en alta mar,
estaba medio muerto en este chinchorro tan raro, lo recogió y lo ha traído
remolcado, dice que estaba en una isla, donde lo habían dejado, ha nombrado una
goleta, La Cruz del Sur.
No puede ser, dijo el doctor, La Cruz del Sur fue una goleta
fletada por Mr Edward Harvey hace medio siglo por lo menos para ir a la isla de
San Borondón, El barco regresó a Tenerife.
El capitán creo que se llamaba Mendes y era medio portugués,
de Madeira, Contó que había dejado a Mr Harvey y a su ayudante y traductor
Simón a bordo de un vapor con el que se cruzaron y que se dirigía a Funchal, luego,
después de arreglar el barco, que tuvo problemas con un temporal, cuando
llegaron a Cádiz marchó para Inglaterra con un cargamento de fruta y
desapareció en la travesía, hubo un tremendo temporal y al parecer naufragó,
había varios palmeros en la tripulación, todos murieron, pero uno, el cocinero,
un agricultor también palmero, de Santa Cruz se quedó perdido en San Borondón.
En la estancia allí se adentró en la isla y ya nadie lo vio
más.
Al ver D. Benigno que
el náufrago mejoraba lentamente, decidió que lo subieran a su coche y se lo
llevó a Los Llanos, al pequeño hospital que allí había e internarlo por lo
menos hasta que se recuperase del aturdimiento
y a la vez poder hablar con él puesto que por lo que decía, había estado
en S. Borondón.
Capítulo III
Durante el camino por la carretera serpenteante pero bien
arreglada, gracias a los buenos años de la exportación de plátanos y tomates,
que une a Tazacorte con Los Llanos, el anciano, no dejaba de balbucear palabras
de las que solamente se entendía Borondón y Cruz del Sur.
Pronto llegaron al pequeño hospital que estaba atendido por
monjas y recién terminado de construir.
Bajaron al náufrago y lo alojaron en una habitación pequeña
e individual, ya que el doctor quería que no se le molestase para nada hasta
que recobrase perfectamente la conciencia.
Pidió que lo lavaran y limpiasen las llagas de las
quemaduras del sol. Después le dieron una cena suave y lo dejaron dormir hasta
la mañana siguiente.
Al día siguiente, cuando despertó, ya entrada la mañana le
avisaron que el hombre había despertado.
El doctor llegó a la habitación y acercó una silla a la
cama, el anciano quería levantarse, pero el médico le tranquilizó y le explicó
que tendría que ser poco a poco para no marearse y le pidió que le respondiese
a algunas preguntas, si las sabía.
¿Sabes como te llamas? Le preguntó.
Todos en los barcos me llaman “Chino cocinero”
¿De dónde eres?
No lo sé, vivía en una isla, creo que se llamaba Terfe o
algo así.
¿Tenerife?
Si, creo que sí, era cocinero, un día huí de mi casa ya que
allí no recibía sino golpes y patadas.
Me enrolé en un barco
de grumete.
En uno de los barcos que estuve, un marinero se quiso aprovechar de mí, lo empujé cuando íbamos de Cádiz a Tenerife y
cayó al mar, desapareció.
El capitán me iba a entregar a las autoridades.
Antes de entrar en el puerto me tiré por la borda y llegué nadando.
Me escondí unos días y cuando vi el Cruz del Sur pedí
enrolarme.
Al saber que era
cocinero, el capitán, el señor Mendes, un portugués amable me dijo que sí.
No sabía hacia donde zarpábamos, luego supe que el barco lo
había fletado un inglés que quería estudiar las plantas, el primer destino era
La Palma para coger provisiones y agua. Después salimos rumbo a lo desconocido,
cuando supe que íbamos a buscar una isla que nadie había visto y que los
marineros creían que era maldita, me arrepentí, hubiese sido mejor la cárcel,
pero ya no había remedio.
¿Estas cansado? ¿Quieres que descansemos?
No, ahora parece que me acuerdo de cosas.
Nos sorprendió una gran tormenta, pensamos que moriríamos
todos, pero cuando peor estaba la cosa
alguien frito: ¡¡¡Tierra a babor!!! El capitán mandó virar y nos dirigimos a
una bahía donde quedamos protegidos.
El barco tenía
grandes desperfectos y aquel lugar desconocido nos venía bien.
Pasamos la noche allí, llovía torrencialmente, la mar
había bajado, además, en aquella rada
quedamos protegidos del mar y del viento
que nos azotaba por estribor. Las cámaras, sobre todo la del científico y la
del capitán estaban medio inundadas.
A la mañana siguiente el temporal había amainado pero seguía
lloviendo, eran unas gotas finas pero persistentes.
Mr. Harvey pidió permiso al capitán para bajar a tierra,
preparamos un chinchorro y bajamos
cuatro hombres, un marinero de La Palma, el Sr. Inglés, Simón, su
ayudante y traductor y yo, recibimos del capitán la orden de no alejarnos de la
costa y estar siempre a vista de los que quedaban en el barco, el capitán y dos
marineros más que estaban evaluando los daños del barco.
Nosotros íbamos
armados con un fusil y dos pistolas, yo no llevaba armas.
Mr. Harvey tomaba notas de todo lo que veía, a mí, en mi
ignorancia, la vegetación me recordaba a la de Cabo Verde y Canarias, dos
sitios que conocía, los helechos eran mucho más grandes y los árboles más
gruesos y altos, pero eran diferentes a los que yo conocía.
La tierra era como la de Canarias, negra y las rocas eran de
volcán.
Vimos cuevas y algunos animales raros y unas cabras, pero no
tenían cuernos, nos extrañó que no
asustarse de nosotros, por lo que D. Simón, que hablaba español nos dijo
que el científico afirmaba que era porque no conocían humanos, por lo que nos
quedamos tranquilos de que no hubiese salvajes.
Yo me dediqué a recolectar unos frutos que no conocía pero
que vi que las cabras los comían, eran dulces si estaban maduros y muy amargos
verdes, parecía guayabas, también encontré un fruto verde, como si fuese una
mano medio cerrada y con unos pinchos blandos, crecía en una especie de
enredadera, corté uno por la mitad y parecía como patatas o boniatos pero más
blandos, a una de las cabras, que parecía más amigable y que me seguía le di a
comer y lo hizo, con lo cual cogí como unas veinte.
Cuando llegamos al barco el inglés estaba alteradísimo, le
preguntó al capitán si sabía dónde estábamos, le contestó que no, que con la
tormenta había perdido en control del rumbo y las marcaciones, por lo que
habría que esperar a que aclarase y a la vuelta para saberlo.
Mientras arreglábamos el barco, del que se había roto el
mástil entre otras cosas, montamos en tierra unas tiendas de campaña y allí se
quedaron los ingleses y dos de nosotros que nos turnábamos con el arreglo del
barco y acompañar las incursiones que hacían el científico y D. Simón. Yo
aprovechaba el tiempo libre para recolectar frutos y “patatas de aire” que
resultaron muy apetitosas para acompañar las comidas y hacer puré, además logré
ordeñar algunas cabras que cada vez eran más confiadas y también pescar. Un día
matamos una especie de lagartos pero bastante grandes y la carne resultó
apetitosa.
Un día que estaba solo me fui a buscar alimentos un poco más
lejos de lo habitual, por unos acantilados, resbalé y caí, tuve la gran suerte
de ir a parar encima de unos matorrales, pero perdí el conocimiento.
Cuando desperté no se cuanto tiempo había pasado, le
levanté, no parecía tener nada roto salvo un chichón en la frente.
Fui hacia la rada, el barco no estaba, me pareció verlo
desaparecer por el horizonte a contraluz
del sol que aparecía, por lo que deduje que debí pasar allí por lo menos un día
y una noche.
¿Sabes dónde estabas? Preguntó el doctor.
No, ellos nombraban a San Borondón, pero no lo sabían de
cierto, lo que sí sé es que por allí no pasaban barcos, en todo el tiempo que
allí estuve, nunca vi ninguno.
¿Qué hiciste?
Pasé varios días llorando y aterrorizado, luego pensé que
peor era si me hubiese matado, así que me puse a arreglarme la vida, comida no
me faltaba, dónde guarecerme del mal tiempo tampoco, no parecía hacer frío
allí, sabía que era una isla porque la bordeamos toda, había mucha agua dulce.
En un gran árbol al lado de donde elegí para hacerme una choza, pelé una gran
superficie de corteza y empecé a marcar una raya por cada día que llevaba allí.
¿Te apetece que paseemos un rato? Dijo el doctor.
Salieron al jardín y pasearon un rato, hasta que los
avisaron para comer.
El hombre parecía recuperarse por momentos, mientras comían
miraba al doctor y le contaba cosas de las que le ocurrieron en la isla, no se
acordaba bien de donde era.
Recordaba que sus primeros años de vida los había vivido en
La Palma, allí pasó su infancia, una infancia humilde, con mucha hambre y sin
cariño, recordaba que su padre le pegaba, así que un día se había metido en un
barco, se escondió y cuando zarpó y ya no se veía la isla se presentó delante
del primer marinero que vio y le dijo que le llevara al capitán que quería
trabajar de grumete, tenía entonces nos catorce años, el capitán aceptó y
nombró al cocinero, que era chino mi protector y maestro, de ahí me vino el
nombre de Chino Cocinero, ya sabe, en los barcos el cocinero, que suele ser
chino además tiene que hacer cualquier tipo de faena.
Aprendí a cocinar y ya, al siguiente barco que me enrolé,
fui de cocinero, fui a Cuba varias veces y cuando tuve el problema con el
marinero al que tiré al agua, me enrolé en el Cruz del Sur con el señor Edward
Harvey.
Yo no quise hacerle mal a aquel hombre, me quiso atacar, me
aparté y lo empujé, tropezó con unos cabos y salió por la borda, no sabía nadar
y se ahogó, como nadie lo vio me quisieron culpar, por eso huí del barco.
Capítulo IV
El doctor D. Benigno,
le dijo al náufrago que le llamaría Diego a partir de entonces, se lo llevó a
su casa y lo puso a su servicio, según lo hablado con Diego, D. Benigno llegó a
la conclusión de que tendría unos setenta y dos años, una vez cortado el pelo y
las barbas, y curadas las llagas del sol, parecía otra persona, además, estaba
delgado y musculoso, por lo que parecía más joven.
Cada tarde, cuando el doctor dejaba de trabajar se reunía
con Diego y éste le explicaba cómo era su vida en San Borondón.
El doctor, que siempre dijo que San Borondón era un
espejismo, empezó a creer en el mito, incluso empezó a tomar notas y publicó
algunos relatos basados en las vivencias de Diego.
Una tarde, D. Benigno le preguntó: ¿Cómo hiciste la canoa en
la que viniste y que tenemos guardada en
el cobertizo?
No la hice, la encontré en una cueva, al lado de la que caí,
era más grande y accesible, estaba tapada con hojas de unos helechos gigantes
que había en la isla, el cuero de que está hecha, no es de cabra, es de vaca y
por allí no hay, además, está forrada con brea, que tampoco hay por allí.
Al lado de donde estaba había como un altar con una cruz en
medio, parecía un altar y había unas inscripciones en un idioma que yo no conocía.
Las maderas parecían tener cientos de años, pero allí, en esa cueva parecía que
todo se conservaba bien, incluso encontré unos frutos que me hicieron sospechar
que había alguien más en la isla y que me hizo estar un tiempo escondido
vigilando la cueva.
Don Benigno se fue a la biblioteca y rebuscó por todos lados
hasta encontrar un libro con grabados de la leyenda de San Brandán, luego
encontró unas escrituras y signos celtas, se lo enseñó todo a Diego y éste
reconoció parte como los grabados del altar, eran celtas y latín.
El doctor ya no tuvo dudas, alguien había estado en la isla
mucho antes y todo hacía parecer que la leyenda de San Brandán que daba nombre
a la isla, por lo menos era auténtica.
Otro día, le preguntó si había explorado más cuevas y Diego
le contó:
Al costado de donde estaba el altar, había una cueva cuya
entrada era muy estrecha, yo, notando que por allí entraba mucho aire y que se
veía luz, ayudado por palos y piedras, ensanché la entrada, una vez pasada
ésta, se fue agrandando y llegó a una gran nave, en el fondo había un pequeño
lago, era agua salada, Me tiré a nadar en él y vi unas piedra blancas, no pudo
coger ninguna porque parecían sujetas al fondo, por la marca en las orillas del
lago, me di cuenta de que allí dentro también había fuertes mareas, por lo cual
sospeché que estaba comunicado con el mar abierto.
No tuve más que esperar a que bajase la marea, cuando
ocurrió vi las piedra al completo, eran blancas y brillantes, muy pulidas, la
mayoría eran columnas, había a cientos, eran como una iglesia pero rodeadas de
gradas, también de aquel material blanco brillante.
Don Benigno buscó otros libros y le enseñó a Diego un
grabado de la Grecia clásica.
Si, así era todo, dijo Diego.
El doctor dio un
respingo de alegría, había descubierto la existencia de la Atlántida.
FIN
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